jueves, 27 de agosto de 2009

Un hilo de verdad

Escuché un grito y corrí. Mi oído me sugirió que venía de la pieza de mis padres, quizás mamá se había tropezado con algo. Cuando llegué al cuarto, después de recorrer el extenso pasillo, solo vi la cama con las sábanas desarregladas. Nadie sobre ella. Me quedé pensando qué podría haber pasado para que ellos no estuvieran allí. Tal vez habían escuchado lo mismo que yo y estaban buscando al dueño de esa voz en otra habitación.
Nunca, jamás me gustó que la casa fuera tan grande y ahora las preguntas volvían a mi mente. ¿Para qué necesitamos tantos baños?, ¿para qué tantos dormitorios? Mi mamá siempre me dijo que son por si viene alguien a quedarse unos días, pero nunca le encontré demasiado sentido a la explicación. Para mí solo servía para que los vecinos no se quejaran tanto cuando mi papá se juntaba con sus amigos a ensayar.
Otro grito me hizo reaccionar de repente, pero esta vez lo sentí mucho más fuerte que el anterior. Definitivamente estaba cerca. Un hilo de luz provenía del baño, y por eso fui hasta allí.
La puerta estaba entreabierta y, no se por qué razón, decidí que lo mejor era mantenerla así. Desde mi lugar sólo pude ver una mujer arrodillada, doblada para adelante como si le doliera la panza. Apenas la vi supuse que era mi mamá, no lo sabía porque estaba dándome la espalda casi por completo. Después razoné que no podía ser ella, las mamás no se enferman.
También alcancé a notar que alguien le estaba agarrando el pelo, se lo sostenía muy fuerte. Parecía como si quisiera levantarla del piso. Reconocí esa mano. No muchas personas tienen una cicatriz sobre los nudillos. No muchas personas tienen un anillo con forma de dragón.
La mujer se quejaba, pero parecía hacerlo en silencio, como si respetara las horas de sueño de los que todavía podían dormir; como arrepentida del grito proferido anteriormente.
No quería ver pero tampoco podía irme de ese lugar. Algo me mantenía ahí, inmóvil, escuchando los quejidos que se prolongaron durante algunos minutos. Cerré los ojos y, de repente, no escuché nada más. Cuando los abrí lo primero que vi fue un hilo de sangre que corría desde adentro del baño. Ese líquido rojo y espeso recorrió libremente el parquet y se detuvo cuando la delicada alfombra persa lo frenó con sus largos pelos blancos. Una mancha color bermellón la arruinaba para siempre.
De repente tuve miedo, mucho miedo, más que todas las otras veces que creí tener mucho miedo, más que todas esas veces en que me porté mal y mi papá me castigó. No supe qué hacer y me descubrí temblando. Decidí salir corriendo antes de hacer algún ruido que denunciara mi presencia en el cuarto. Corrí muy rápido, tan rápido que casi me caigo varias veces mientras atravesaba el largísimo corredor. Sentía que las coloridas guitarras que colgaban de las paredes me miraban, me delataban.
Llegué a mi pieza y me metí de un salto en la cama. Me quedé bajo la colcha azul de autitos y pensé que nada de esto podría haber pasado, que mamá me iba a traer la chocolatada dentro de unas horas y me iba a despertar con un beso en la frente. Sí, seguramente, sólo tenía que cerrar los ojos y dormir.

lunes, 17 de agosto de 2009

Estrategias de abogados

Me casé a los veintidós. Ahora veo a mi nieta, que tiene esa edad, y no puedo creerlo. Ella no tiene ni siquiera un novio. Estudia, recién está empezando a trabajar. Yo no fui a ninguna universidad, lo importante para una mujer es ser una buena ama de casa. Ella no sabe cocinar, tejer, ni bordar, debe ser por eso que está soltera.
Mi marido tenía veintiocho cuando nos casamos. El había estudiado, se había recibido de abogado un año antes del casamiento. Trabajaba en un estudio, después se puso el suyo propio. Solía leer mucho, todo tipo de libros. Cuando no trabajaba, se encerraba en la biblioteca, casi no compartimos charlas pasados los primeros años. Él era un hombre reservado, su trabajo lo obligaba a hablar mucho, por eso cuando llegaba a casa ya no tenía ganas.
Sólo lo notaba conversador cuando nos juntábamos con Ana y Francisco Cabral. Francisco había sido compañero de Raúl en la facultad, terminaron juntos. Ana se recibió algunos años más tarde. Los tres formaban una sociedad.
Ella no cocinaba tan rico como yo, aunque la chica que contrataba para hacer las tareas del hogar no lo hacía mal. Ana hablaba mucho con Raúl, más que yo seguro. Siempre cosas del trabajo supongo, yo no entiendo de eso.
Francisco participaba de las conversaciones, claro, era su estudio también. Aunque nunca fue tan obsesivo del trabajo como ellos. A veces se acercaba a mí y me contaba historias de sus viajes. Él viajaba mucho con su mujer, habían conocido las mejores ciudades de Europa. Yo siempre le pedía a Raúl que me llevara, pero él decía que no había plata.
Francisco murió joven. A partir de ese momento Raúl y Ana empezaron a pasar mucho más tiempo juntos. Raúl venía a casa sólo para dormir prácticamente, y a veces ni eso. ¡Pobres!, es que se tuvieron que dividir entre ellos el trabajo que hacía Francisco. A mí me daba lástima Ana, encima de quedarse viuda, sus tareas se acrecentaron.
Raúl empezó a viajar mucho más, siempre viajaba con Ana. Él me explicó que antes el matrimonio se ocupaba de los negocios en el exterior, pero ahora que estaban solos él debía acompañar a Ana. Él me quería llevar, me lo dijo, pero me iba a aburrir, además ellos viajaban por negocios, era dinero del estudio, no correspondía.
Ya nunca más fuimos a cenar a la casa de los Cabral. Raúl me decía que le hacía mal recordar esos momentos. Tenía razón, ¡qué mala esposa! Era su mejor amigo, como lo iba a obligar a hacer algo así. Ya era suficiente con tener que ir a discutir asuntos legales con su socia.
Cuando mi marido murió Ana estaba muy triste, mucho más que yo creo. Y es que ella se había aferrado mucho a él desde que Francisco falleció. Era la única que quedaba de los socios fundadores. Ya ninguno de ellos trabajaba, pero supongo que, de todos modos, eso también la afectó.
Le propuse recuperar las viejas épocas, juntarnos a tomar mate, a comer tortas fritas. Yo podía cocinar, ella me contaría de todas las ciudades más hermosas, y así no nos dolería tanto estar solas. Me dijo que sí, que era una buena idea.
La semana siguiente la llamé, tenía listas las tortas fritas. Ella no atendió el teléfono, ni ese día ni ninguno de los otros en los que intenté. Nunca volví a verla, siempre me pregunto qué habrá sido de ella.

jueves, 6 de agosto de 2009

El amor de tu vida no te va a tocar el timbre


“El amor de tu vida no te va a tocar el timbre, nena”, me dijo incontables veces a lo largo de mi vida. “Ya lo se mamá, dejame en paz, ¿querés?”.

Y si, mi madre no era muy diferente al resto. Había crecido con la tradicional idea de que las mujeres tienen que casarse y tener hijos; todo antes de los 30, obvio, sino en la cola de la verdulería ibas a convertirte en “la solterona” mucho antes de lo que tus racionales expectativas te preparasen para semejante cartel.

Pero yo estaba cómoda así. La verdad, mis ganas de de salir a buscar un novio eran nulas; y bueno, mi futuro novio no me iba a tocar el timbre. Mi mamá no podía soportar mi soltería, y menos aún mi falta de preocupación ante el tema.

Que enroscada es la vida a veces, o al menos la mía siempre lo fue. Cada vez que pienso en todo lo que pasó me cuesta creer que haya ocurrido de verdad.

Fue una mañana de martes, me acuerdo porque volví temprano de la facultad. Llegué, me saqué las zapatillas y me puse el pijama. Estar en jean en mi casa me resultó y me sigue resultando imposible. Calenté el agua y prendí la radio, un sahumerio de lavanda y listo, el ambiente perfecto para mi merecido (o puede que no tanto) relax.

¡Ring! El timbre me hizo volver a la realidad de repente. No se cuanto tiempo había pasado, pudo haber sido una hora o quince minutos, la lavanda me pierde. Al llegar al portero eléctrico tuve que callar el sinfín de insultos al aire para poder averiguar la identidad del culpable de tan atroz acción. “¡Sodero!”, respondió el maldito. “Ya voy”, dije notoriamente malhumorada. Mientras agarraba los sifones pensaba en cuanto odiaba que no respetaran mis horarios, “después de la una”, les había aclarado más de una vez.

Abrí la puerta con mi mejor cara de mala. “¿Te desperté?”, me dijo el muchacho centrando su mirada en mi vestimenta y haciéndose el gracioso. No era mi sodero de siempre y me cayó mal tanta confianza. “No”, balbuceé sin mirarlo. Ni siquiera me reí, “son cuatro” respondí entregándole los sifones.

De repente mi fastidio se pasó, todavía insisto en que me debe haber echado mal de ojos. Por cuestiones temporales no puedo asegurarlo, pero podría jurar que en ese preciso momento me empezó a doler la cabeza. Cuando el camión arrancó cerré la puerta y me apoyé sobre ella. Tenía dibujada, en la cara, una sonrisa de oreja a oreja.

El martes siguiente me fui antes de clase. Cuando llegué a mi casa no me saqué las zapatillas ni el jean. En cambio me maquillé un poco y me peiné. El aroma de mi cuarto ya no era del sahumerio de lavanda, ahora venía de mi frasquito de perfume importado. Esta vez él no hizo ningún chiste aunque yo sí me reí. Lo saludé con un beso y me sonrojé.

Los martes fueron pasando y ya no fueron solo martes, también fueron miércoles, jueves, viernes, sábados, domingos y lunes. Tampoco fueron solo mañanas, fueron noches, tardes y días enteros. Él ya no es sodero ni yo sigo estudiando. Ahora vivimos juntos y yo le digo a mi hija que tenga cuidado, porque cuando menos se lo espere, el amor de su vida le puede tocar el timbre.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Pájaros en la cabeza (Literal)*


Él estaba distraído, como siempre. Adelante la maestra dibujaba números en el pizarrón. Percibió que algunas manos empezaban a levantarse pero no entendía bien por qué. Entonces llegó el momento, pasó lo que tenía que pasar, la señorita le hizo una pregunta sobre algo que, aparentemente, acababa de explicar. "¡Siempre igual vos!, ¡siempre con esos pájaros en la cabeza!" Y le hizo lo peor que le podía hacer, otra mala nota en el cuaderno rojo.

Ya en su casa, castigado en su cuarto, se puso a pensar. Se acercó a la ventana, se levantó la parte posterior de su cabeza y los dejó salir. Canarios, gorriones, cardenales, petirrojos, aves de todos colores salieron volando desde adentro de su cráneo mientras él los miraba ornamentar el cielo con su diversidad de tonos. Después volvió, resignado, la vista a las cuentas del cuaderno azul.


* Consigna para Taller de Expresión I - Cs. de la Comunicación Social - UBA