sábado, 26 de diciembre de 2009


Me voy. 20 días cerca del mar buscando renovar la inspiración para seguir dibujando con palabras.

domingo, 13 de diciembre de 2009

La ciudad tras bambalinas (3° y última parte)

La soledad en la ficción
La soledad es uno de los temas que trabaja Pablo Ramos en el cuento Todo puede suceder, su mímesis I, diría Ricoeur, el foco en tu comprensión de la cotideaneidad. La soledad y la obsesión se tejen, se configuran en la relación entre un hombre y un zapato, dos elementos heterogéneos que se conectan en una trama determinada, completando el proceso de mímesis II. Esa relación genera un cuestionamiento, en el lector, de su propia soledad o sus propias obsesiones. A este momento Ricoeur lo llama mímesis III, es el momento en el que el lector reactualiza la obra, es cuando la narración hace al lector re-significar su pre-significado, cuando el narrador transforma al lector en su visión del mundo.
La soledad está trabajada desde esa cotidianeidad en la que todos vivimos inmersos. Miro los autos estacionados, la gente, que camina distraída; miro los negocios, los restos del verano en las vidrieras desordenadas. Todo es igual que siempre: una postal que se mueve, que perdura en el tiempo.
En este cuento Ramos hace a su personaje realizar una acción diferente a la esperable. El protagonista observa desde su balcón el desmayo de una chica en el medio de la calle luego de que casi la atropella una moto y toda la movilización que eso provoca hasta que finalmente se la lleva la policía. Sin embargo, el problema del personaje comienza cuando ve, en la misma calle en la que había caído la chica, un zapato tirado. El hombre, construido como una persona solitaria y obsesiva, baja a buscarlo, se lo queda, se lo prueba, lo analiza y finalmente, tras descubrir un papel con una dirección, lo devuelve. Una vez sin el zapato en su poder vuelve a sentir el vacío interior que lo impulsó a buscarlo en un primer momento.
Mediante este relato Ramos logra que el lector se cuestione sus propias obsesiones, su soledad. Sin embargo, en Todo puede suceder el personaje solitario es el mismo que ve lo que nadie ve. Ramos construye un personaje que gracias a su soledad y su obsesión logra ver lo que otros no. Quizás la soledad no sea solo causa de ceguera urbana, tal vez también sea la causante del poder de ver tras bambalinas.
El artista se ocupa de alumbrar esos elementos que suelen quedar al margen. Ya sea desde la soledad o desde la compañía, la ficción logra hacer brillar eso que la urbanidad opaca. Y no solo desde el under, si bien dije que la mediatización colabora con mantener ciertas cosas atrás, no se puede negar que algunas producciones sacan a la luz temáticas y las instalan en el centro del escenario. Vidas Robadas, por ejemplo, novela emitida por Telefe, corrió la cortina que mantenía a la trata de personas fuera de los ojos de la sociedad.
Tal vez el artista esté tan solo como cualquier otro ciudadano y la diferencia pase por lo que hace con esa soledad. Mientras muchos se hunden en la velocidad de la rutina, otros prefieren la embriaguez ficcional; porque la obra antes de ser un producto terminado es un proceso caótico, lleno de grandes y originales ideas desordenadas. Algunos eligen perderse en una perspectiva distinta del mundo, ser juzgados, ser (más veces de las que deberían) mal vistos, prefieren correrse del lugar común y (tal vez) pasar por locos.
Como un chico que va al teatro y ríe cuando alguna mano se le escapa al actor que espera para salir a escena; con esa inocencia de alguien que no se obnubila con lo que brilla, con esa pureza del turista, del que es nuevo en un lugar; el artista ve, el escritor cuenta lo que la ciudad no quiere mostrar.

viernes, 11 de diciembre de 2009

La ciudad tras bambalinas (2° parte)

Hay un factor fundamental que ayuda a la ciudad a organizar el escenario, a decidir quien recibe las miradas y quien se queda tras el pesado paño rojo: los medios de comunicación. Como lo establece Eliseo Verón, vivimos en una sociedad en vías de mediatización, es decir, gran parte de las prácticas cotidianas no sólo aparecen en los medios sino que se estructuran a partir de ellos. Esto hace que, como plantea Carlos Gamerro en Perdidos en la Ciudad, la ciudad ya no se conozca recorriéndola sino viéndola por televisión, la variedad del recorrido urbano, cuyo equivalente discursivo o textual podía encontrarse antes en la página de un diario, hoy se recrea mejor en el zapping o en un surfeo por la web, reflexiona.
Con todo esto lo que quiero decir es que si explota una bomba en Zimbagüe, para mí y para el resto de los habitantes, esa bomba no explotó si la televisión o la radio no lo contaron. Sin ir más lejos, si un árbol mata a un perro a la vuelta de mi casa y un vecino me lo dice yo dudo de la veracidad del hecho, aunque las dudas no son tantas cuando el que me lo transmite es el conductor del noticiero del mediodía.
Las personas confiamos mucho más en una institución que en una persona. No creemos en el resto de los ciudadanos, ¿será que somos consientes de que la ciudad nos miente?, no lo sé, no estoy segura. Sí estoy segura de que no creemos en la gente, y cuando estamos solos, nos sentimos mejor cuando ese conductor, esa figura detrás de la pantalla de la televisión o del parlante de la radio nos acompaña en la soledad. Nos acompaña y le creemos, más que al que está al lado nuestro.
Afuera, la ciudad está repleta de gente, de música, de movimiento, de ruido; pero nadie ve, nadie siente, nadie escucha; como dice Joaquín Sabina tanto ruido y al final la soledad. Hay tanto que no hay nada, tenemos tanto que no tenemos nada, queremos tanto que no queremos nada. La soledad es la razón principal por la que no vemos a nuestro alrededor, el motivo por el que vivimos concentrados en nuestros problemas y no miramos más allá. Corremos por las calles para llegar a nuestros hogares, escapamos del ruido de los autos, de las charlas ajenas o de las publicidades, queremos “estar solos”, “tranquilidad”, aunque nunca supe exactamente a qué llamamos “tranquilidad”, porque finalmente cuando alcanzamos nuestros sillones prendemos la televisión, y volvemos a llenar de ruido el ambiente.
En una escena de la película Nueve Reinas Marcos, Ricardo Darín, le explica a Juan, Gastón Pauls, por qué los “chorros comunes son aprovechadores de descuidos”, allí se ven las actitudes indiferentes de la gente hacia las distintas cosas que pueden existir o suceder alrededor de ellos. Mientras Marcos habla se suceden una serie de imágenes en las que se observan diferentes personas caminando por el centro de Buenos Aires y cada uno de ellos está atendiendo a sus cosas, acomodando papeles, hablando por celular, nadie mira “más allá de sus narices”. En la foto de Rafael Calviño que ilustra este ensayo se puede ver esto mismo, personas caminando solas por la calle sin atender a lo que pasa a su alrededor, van hacia su destino final viendo únicamente lo evidente, lo que la ciudad les pone en frente.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

La ciudad tras bambalinas (1° parte)


La música, los estados de la felicidad, la mitología,
las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos
y ciertos lugares, quieren decirnos algo[…] esta
inminencia de una revelación, que no se
produce, es, quizá, el hecho estético.
JL Borges

La ciudad construye espacios, espacios urbanos, y ubica en esos escenarios figuras centrales y figuras secundarias. Pero lo increíble es que todos los habitantes los aceptamos, aceptamos esa disposición de los personajes, que la ciudad nos diga qué mirar, qué escuchar, qué hacer; dejamos que la urbanidad nos oriente sin cuestionamientos.
Sin embargo, hay un actor de esta sociedad que se encarga de abrir la mirada, de ver lo que no se ve, lo que queda tras las cortinas del teatro que propone la ciudad. Ese actor es el arte, la ficción en particular. Son las novelas, la literatura, las obras de teatro las que ponen en el centro lo que la ciudad conserva a los costados. ¿Por qué será que es sólo la ficción la que logra desorganizar la organización urbana? Es la necesidad de encontrar relatos, son las ganas de contar historias las que llevan a un escritor a fijarse en lo que está tras las cortinas.
Hace algunos meses empecé a trabajar en microcentro (no es que no lo hubiera hecho antes, pero nunca había permanecido tanto tiempo en un empleo). Pasada la euforia inicial supe que ese trabajo no me traería nada bueno, que había tomado la peor decisión posible, que nunca debería haber dicho que sí. Me molestaba no poder dedicarle tiempo a la facultad, pero más me fastidiaba no tener tiempo para escribir. De todas maneras, y reafirmando la filosofía china, con el tiempo encontré el yin dentro de mi yan.
Por suerte (ahora digo que fue suerte) tuve que correr por Florida y Lavalle, afortunadamente me estrujaron en el subte tantas mañanas. Fue bueno, y creo firmemente que fue bueno no porque quiera autoconvencerme de que no perdí el tiempo, sino porque vi y viví situaciones desconocidas, porque pensé, porque me transformé. Fui otra, me desdoblé y entendí posturas opuestas.
Fui una oficinista que “vuela” por Corrientes sin ver ni el Obelisco, caminé chocando gente porque llegaba tarde, aún cuando no tuviera ningún horario para llegar a ningún lado, simplemente porque, ya lo dice Fito Páez, siempre se hace tarde en la ciudad.
También y al mismo tiempo fui (un proyecto de) escritora, de artista. Gracias (y nunca mejor usada la palabra “gracias”) a tener que escribir ficción tuve que encontrar algo distinto en mi rutina, me tuve que obligar a ver más allá. Se desprendió de mí una segunda yo, una que se detiene a ver el Obelisco (aunque sea de reojo) cuando está llegando a la oficina, una que ve el color de la manta que tapa al señor que duerme en la parada del colectivo, una que sonríe sola en el subte cuando el saxofonista hace su show.
Esa segunda parte mía se reveló ante las imposiciones de la ciudad, le dijo “no” a los protagonistas sobre los que la urbanidad focaliza su atención; espió, miró a los costados y descubrió que detrás de las bambalinas hay millones de cosas tanto o más interesantes que las que brillan bajo el foco principal.
Oscar Wilde dice que ningún artista ve las cosas como son en realidad, ya que si lo hiciera dejaría de ser artista, pero yo no creo que sea así. El artista ve la realidad, sólo que no es la realidad iluminada por la ciudad. Es la realidad de los márgenes, la realidad en la que la ciudad no pone el foco, la más difícil de ver. Eso convierte al artista un artista, la capacidad de inclinar la cabeza y mirar más allá, de ver mucho más que la realidad establecida. Es por esto que es la ficción la única que rompe con los estereotipos urbanos establecidos, esos que nos orientan la mirada.


sábado, 5 de diciembre de 2009

La lluvia y el pecado - última parte -

Exponiéndote a los retos de tus padres por haber tomado frío la noche anterior, acusaste náuseas y temperatura y faltaste a la universidad. No sabías qué te estaba pasando, nunca habías hecho algo así, pero necesitabas tiempo para procesar todo lo sucedido y para eso precisabas soledad.
Acababas de servirte un té cuando el timbre sonó. Estabas en pijama y nadie debía verte así, con tan poca ropa, pero no tenías tiempo de cambiarte, así que abriste la puerta igual. Casi tiraste la taza de té cuando viste quien se encontraba del otro lado, era él. El morocho más lindo, te miró con esos ojos que tanto te gustaban y te saludó con un “hola” que te estremeció hasta pararte cada pelo de tu cuerpo. Tu campera colgaba de su brazo derecho, “creo que es tuya”, dijo y te sonrió mostrando esa dentadura perfecta. Lo miraste te reíste, no entendiste bien por qué, pero fue lo único que pudiste hacer, te tentaste como nunca lo habías hecho antes, te sentías bien. Lo invitaste a pasar y le ofreciste un té. Hablaron por horas, no te importó que volvieran tus padres, no te importó que te vieran en pijama hablando con el vecino. Nunca habías estado tan feliz.

viernes, 4 de diciembre de 2009

La lluvia y el pecado - 3° parte -

Ahora, seis años más tarde, estabas ahí, sentada en una mesa de madera, con sahumerios consumidos alrededor, esperando quién sabe qué. ¿Por qué habías tenido que reconocer su auto estacionado frente a esa cabaña?, ¿en qué rapto de impulsividad habías considerado que entrar era una buena idea?, ¿qué te había hecho pensar que podías encontrarlo solo y aprovechar para conversar? Estaba con ella, con esa rubia que siempre había sido su amiga, lo sabías, ella con sus shortcitos y sus musculosas lo había seducido. Entendiste a tu mamá, recordaste sus consejos y supiste que tendrías que haberle hecho caso, “los hombres como ese nunca se fijan en chicas “bien”, querida, tenés que buscarte un chico como vos”.
El ruido de unos pasos te devolvió de un golpe a la realidad. Oíste sus voces acercarse. No pensaste, abriste la ventana y saliste. Te quedaste a un costado, mojándote y viendo cómo el chico que más amabas en todo el mundo se reía con otra mujer, la acariciaba, la besaba. Tus lágrimas se mezclaron con la lluvia, no querías ver, pero no podías moverte de ese lugar.
Llegaste tarde y empapada a tu casa, tu padre te abordó apenas cerraste la puerta de entrada, quería explicaciones que no le podías dar. Lo conformaste con frases confusas, algo así como que habías ido a estudiar a la casa de una compañera. Aprovechaste el agua que chorreaba de tu ropa para excusarte, te fuiste a tu dormitorio y cerraste con llave.
No tenías ganas de pensar en las consecuencias que esto podía traerte con tus papás. Mientras vos estabas en tu cama llorando, él estaba disfrutando de una noche romántica con ella. Tal vez estarían, en ese momento, besándose en la misma mesita en la que vos habías estado sentada hasta hace apenas unas horas. Y fue entonces, cuando trajiste esa imagen a tu mente, que te diste cuenta, habías olvidado la campera. Ya nada peor podía sucederte; decidiste hacer un gran esfuerzo por pretender que nada había pasado y poder dormirte. Encontrarías la forma de resolverlo por la mañana, con la cabeza fresca y la razón dominando por sobre la emoción.

martes, 1 de diciembre de 2009

La lluvia y el pecado - 2° parte -

Las gotas de lluvia rodaban por el vidrio hasta deshacerse en el cúmulo de agua que se formaba sobre el marco, las llamas de las velas se iban consumiendo una por una, y nadie aparecía. No podías creer lo que estabas haciendo, no entendías cómo habías terminado ahí. Recordaste el momento en que lo conociste, él corría tras una pelota en la vereda cuando llegaste a tu casa por primera vez. Tus papás habían decidido mudarse a un lugar más tranquilo y aquel destino de la costa había sido el elegido. Desde la ventana de tu cuarto siempre veías a todos los chicos jugar, pero nunca habías salido a hacerlo con ellos, siempre habías preferido quedarte adentro con tus muñecas. Además, a tus padres tampoco les gustaba la idea de que te juntaras con esos nenes, por eso habían decidido mandarte a una escuela diferente, la única institución que les gustaba para tu enseñanza estaba lejos de la zona.
A vos no te gustaba salir con ellos y ellos no querían estar con vos. Durante los años de secundario lo terminaste de decidir. No te divertían las mismas cosas, no te gustaba la forma en que se relacionaban. A ellos les pasaba lo mismo, nunca te hablaban, y muchas veces te pareció escucharlos burlarse de tu vestimenta. Por otra parte, cada vez pasabas más tiempo en el colegio o estudiando, y no podías pasar las tardes vagabundeando en la calle como los demás.
Sin embargo, por alguna razón, siempre había algo que te obligaba a espiarlos por la ventana, a quedarte mirándolos si los cruzabas en alguna esquina. La razón era él, siempre había sido tan lindo, alto, morocho y con los ojos azules como el cielo. Una vez habías conseguido, después de rogarle varios minutos a tu mamá, que te dejara ir a devolverle la pelota que había caído en tu patio. Escuchaste ese “gracias” de su boca, su voz te llegó hasta el alma, viste sus dientes blancos entre esa barba desprolija. Desde los 17 años guardabas ese momento en tu memoria.