martes, 1 de diciembre de 2009

La lluvia y el pecado - 2° parte -

Las gotas de lluvia rodaban por el vidrio hasta deshacerse en el cúmulo de agua que se formaba sobre el marco, las llamas de las velas se iban consumiendo una por una, y nadie aparecía. No podías creer lo que estabas haciendo, no entendías cómo habías terminado ahí. Recordaste el momento en que lo conociste, él corría tras una pelota en la vereda cuando llegaste a tu casa por primera vez. Tus papás habían decidido mudarse a un lugar más tranquilo y aquel destino de la costa había sido el elegido. Desde la ventana de tu cuarto siempre veías a todos los chicos jugar, pero nunca habías salido a hacerlo con ellos, siempre habías preferido quedarte adentro con tus muñecas. Además, a tus padres tampoco les gustaba la idea de que te juntaras con esos nenes, por eso habían decidido mandarte a una escuela diferente, la única institución que les gustaba para tu enseñanza estaba lejos de la zona.
A vos no te gustaba salir con ellos y ellos no querían estar con vos. Durante los años de secundario lo terminaste de decidir. No te divertían las mismas cosas, no te gustaba la forma en que se relacionaban. A ellos les pasaba lo mismo, nunca te hablaban, y muchas veces te pareció escucharlos burlarse de tu vestimenta. Por otra parte, cada vez pasabas más tiempo en el colegio o estudiando, y no podías pasar las tardes vagabundeando en la calle como los demás.
Sin embargo, por alguna razón, siempre había algo que te obligaba a espiarlos por la ventana, a quedarte mirándolos si los cruzabas en alguna esquina. La razón era él, siempre había sido tan lindo, alto, morocho y con los ojos azules como el cielo. Una vez habías conseguido, después de rogarle varios minutos a tu mamá, que te dejara ir a devolverle la pelota que había caído en tu patio. Escuchaste ese “gracias” de su boca, su voz te llegó hasta el alma, viste sus dientes blancos entre esa barba desprolija. Desde los 17 años guardabas ese momento en tu memoria.

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