miércoles, 27 de enero de 2010

Abandonos (2° parte)

Las cortinas grises, cuyo color se debía más a la suciedad que a la tintura original de la tela, tapaban cualquier reflejo de luz que se animara a acercarse a la ventana. Las paredes hacían un esfuerzo por mantenerse de pie, llenas de rajaduras y manchas de humedad. La frazada que pretendía abrigarte esa noche tenía un notable agujero producto de algún grupo de polillas hambrientas. Para completar, ya estabas por prender el tercer sahumerio, y el olor desagradable que dominaba ese espacio no se decidía a irse. Sin embargo, a pesar del ambiente desfavorable, no podías quejarte demasiado, era el único lugar que te había permitido quedarte sin presentar documentos. Ningún otro hospedaje te había dejado pasar sin acreditar la mayoría de edad.
Hilda, la casera, una señora de unos 50 años muy mal llevados, no se preocupó demasiado cuando le negaste el DNI. “Otra más”, dijo en medio de un suspiro y te indicó la habitación que te tocaba con muy poca cortesía. Nunca preguntó por qué no querías que te pasara llamados ni por qué exigías constantemente que negara tu existencia allí. No tenía demasiados requisitos para hospedar gente en su pensión. Al lado tuyo paraba Juanjo, un chico de 25 años. Se había ido de su casa a los 16, tocaba la guitarra en el subte y vivía de las propinas de los pasajeros. Juanjo se convirtió en tu mentor, él, aunque en circunstancias muy diferentes, había pasado por algo parecido a lo que estabas viviendo vos y te ayudó a pasar los momentos más difíciles. Algunos meses más tarde fue algo más que tu mentor; fue tu primer amor, ese con el que todo comienza, con el que todo se siente por primera vez; pero eso no cuenta en este cuento.
En el cuarto del otro lado nunca duró más de un par de semanas algún huésped. Pasaron desde prostitutas hasta turistas resignados. Una de esas personas que pasó por “la maldita 304”, como la llamaban, fue tu actual compañera en el bar, la que te consiguió el trabajo como mesera gracias al cual sobreviviste todo este tiempo. En la habitación de en frente vivía Pepe, un señor de unos 60 años que había tenido una vida llena de experiencias, por así decirlo. A Pepe le encantaba sentarse y transmitir sus vivencias; su vida agitada lo había llenado de novelas de verdad, de esas que le pasan a la gente real; y a vos, a falta de televisión, te encantaba escucharlo cada tarde.
Así podrías seguir, en ese albergue conociste todo tipo de personas extrañas, que nunca hubieras imaginado que existían. Todos te enseñaron algo y te ayudaron a salir de la burbuja en la que habías vivido en tus primeros 16 años de vida tras tus esfuerzos por recibirte de “hija perfecta”.

Hoy, después de algo más que un año (muy intenso, por cierto), mirás todo desde otra perspectiva, desde los ojos del que observa todo por última vez. Ahora valorás el triple todos tus días en ese lugar, todo lo que te sirvió estar ahí, con esas personas maravillosas que tanto miedo te dieron al principio.
Al cerrar la puerta de tu cuarto las cortinas ya no te parecen tan oscuras, el olor a humedad se fue, o te acostumbraste tanto a él que ya no lo sentís. Juanjo te observa desde la distancia, ya terminaron su relación, pero todavía se quieren. Te va a extrañar, pero sabe que lo que estás a punto de hacer es lo mejor para vos; a él le hubiese gustado que le pasara lo mismo cuando todavía era “pendejo”, te lo confesó la noche anterior en secreto, en la despedida que te hizo en privado. Pepe llora, Hilda te mira con ternura y te sonríe. Prometés que vas a volver a saludarlos, pero ya no va a ser lo mismo, lo sabés. Ni siquiera es seguro que algún día vuelvas a ese lugar, todos lo saben. Fue una aventura pasajera, un aprendizaje inconmensurable, pero ya terminó.
Levantás tu bolso, te despedís de todos. Juanjo te acompaña a la puerta donde un remise espera. Se besan por última vez y te desea suerte. Mirás esa entrada añeja de Alvarado al 2900 y hacés tu mayor esfuerzo para que permanezca siempre en tu memoria. “Hasta Thames y Charcas” le indicás al chofer entre sollozos. Vas a volver a tu casa.

lunes, 25 de enero de 2010

Abandonos (1° parte)

No fuiste ese día a la escuela. No le dijiste a tu papá que te sentías mal, quizás ese fue tu peor error. Supusiste que en un ratito se te iba a pasar e ibas a poder iniciar tu día normalmente, como tenía que ser. Pero no, no fue así. Te desmayaste apenas te levantaste de la cama, el no se enteró, tampoco supo que fue por eso que no fuiste al colegio esa mañana.
Al mediodía, cuando ya te sentías mejor, sonó el teléfono. Era la directora del Normal N°15 que con su voz antipática te informaba lo siguiente: “Tu papá ya sabe que te rateaste”.
No pudiste responder, no pudiste explicar, te quedaste callada y lo próximo que se escuchó fue un “tu, tu, tu”. La directora había cortado.
Entraste en pánico, no podías ni pensar en la reacción de tu papá. Se iba a enojar mucho, se iba a decepcionar. Te desparramaste en el sillón y cerraste los ojos, buscabas desaparecer del mundo. En ese momento llegaron los recuerdos.
Tenías nueve años aquella vez, tus amigos te habían insistido reiteradas veces para que lo hicieras con ellos, aunque finalmente se conformaron solo con que presenciaras el acto. Así fue que terminaste escabullida tras un saco en la sala de maestros en una hora de clase, lejos del pizarrón y de tu cuaderno, temblando de nervios mientras veías a tus compañeros vaciar ese tupper con una sustancia desagradable dentro de la cartera de la señorita. Te habían dicho que era vómito, pero vos no lo querías creer, aunque mirándolo detenidamente era bastante difícil dudarlo. Salieron del salón sigilosamente, pero eso no alcanzó para pasar desapercibidos.
Sentiste como se te estrangulaba el estómago al recordar ese momento, la furia de tu papá, el castigo por tanto tiempo, la decepción que se manifestó en cada una de las palabras que pronunció; tu dolor. Ya no confiaba en vos, ya no te quería como antes, algo se había destruido en su relación. Desde ese día habías procurado ser la hija perfecta, aunque no sabías muy bien que tenías que hacer para lograrlo.
Faltaban siete horas todavía para que llegara de trabajar. Lloraste mucho antes de tomar la decisión. Tenías miedo, demasiado miedo, pero nada sería peor que enfrentar la reacción de tu padre.
Guardaste todas tus cosas. Tu ropa, tus libros, un poco de comida. Rompiste esa vieja alcancía llena de regalos de cumpleaños y algunos ahorros. Contaste hasta las últimas monedas: 115 pesos con 35 centavos. Supusiste que te alcanzaría para algunos días. Tenías que buscar un lugar donde hospedarte. No conocías a tus abuelos ni a tus tíos y en tus amigas no podías confiar. No había más opción que buscar un hotel, o una pensión, no sabías para qué te iba a alcanzar la plata. De todos modos estabas segura de que pronto encontrarías algún trabajo, al fin y al cabo, eras una chica inteligente.
Cerraste tu bolso, cargaste tu mochila y pensaste en todo una vez más. Volviste a concluir que abandonar tu hogar sería más fácil que enfrentar el castigo y la mirada de decepción de tu papá.
Agarraste uno de esos papelitos verdes que él guardaba prolijamente al lado del teléfono, pensaste en aquella vez que te había enseñado a ordenarlos de la manera correcta; qué lejos parecía ahora ese momento. Escribiste las pocas palabras que pudiste: “Papá, perdóname. Me merezco el peor castigo, me voy de casa”. Dejaste caer unas lágrimas que corrieron parte de la tinta, no lo pudiste evitar.
Pusiste el papel sobre la mesa ratona del living, apoyado sobre un portarretratos con una imagen de los tres junto al mar. ¡Cómo extrañabas a tu mamá!, pero ese no era momento de nostalgias. Corriste a buscar la foto que guardabas en tu mesita de luz. La apretaste contra tu pecho por unos segundos, la guardaste en tu mochila y ahora sí, era momento de partir. Miraste esa puerta de Thames N°2367 y guardaste la postal en tu retina antes de salir caminando decidida hasta la parada del 37, uno de los colectivos que, sabías, te llevaría lejos.

miércoles, 20 de enero de 2010

Deseos modernizados

“Yo quiero ser un nene de propaganda”, sorprendió Matías a su mamá una aburrida tarde de verano mientras merendaban mirando la tele. “Sí, porque cuando yo abro el postrecito no me pasan las cosas que le pasan a esos nenes”, continuó ante la tierna aunque asombrada mirada de su madre. “Yo quiero que venga el genio y me regale su patineta, que el plato de fideos se agrande, jugar a las escondidas con los perritos de las salchichas… ¿Cuándo me llevás a un casting, má?”


Back in B.A