sábado, 26 de diciembre de 2009


Me voy. 20 días cerca del mar buscando renovar la inspiración para seguir dibujando con palabras.

domingo, 13 de diciembre de 2009

La ciudad tras bambalinas (3° y última parte)

La soledad en la ficción
La soledad es uno de los temas que trabaja Pablo Ramos en el cuento Todo puede suceder, su mímesis I, diría Ricoeur, el foco en tu comprensión de la cotideaneidad. La soledad y la obsesión se tejen, se configuran en la relación entre un hombre y un zapato, dos elementos heterogéneos que se conectan en una trama determinada, completando el proceso de mímesis II. Esa relación genera un cuestionamiento, en el lector, de su propia soledad o sus propias obsesiones. A este momento Ricoeur lo llama mímesis III, es el momento en el que el lector reactualiza la obra, es cuando la narración hace al lector re-significar su pre-significado, cuando el narrador transforma al lector en su visión del mundo.
La soledad está trabajada desde esa cotidianeidad en la que todos vivimos inmersos. Miro los autos estacionados, la gente, que camina distraída; miro los negocios, los restos del verano en las vidrieras desordenadas. Todo es igual que siempre: una postal que se mueve, que perdura en el tiempo.
En este cuento Ramos hace a su personaje realizar una acción diferente a la esperable. El protagonista observa desde su balcón el desmayo de una chica en el medio de la calle luego de que casi la atropella una moto y toda la movilización que eso provoca hasta que finalmente se la lleva la policía. Sin embargo, el problema del personaje comienza cuando ve, en la misma calle en la que había caído la chica, un zapato tirado. El hombre, construido como una persona solitaria y obsesiva, baja a buscarlo, se lo queda, se lo prueba, lo analiza y finalmente, tras descubrir un papel con una dirección, lo devuelve. Una vez sin el zapato en su poder vuelve a sentir el vacío interior que lo impulsó a buscarlo en un primer momento.
Mediante este relato Ramos logra que el lector se cuestione sus propias obsesiones, su soledad. Sin embargo, en Todo puede suceder el personaje solitario es el mismo que ve lo que nadie ve. Ramos construye un personaje que gracias a su soledad y su obsesión logra ver lo que otros no. Quizás la soledad no sea solo causa de ceguera urbana, tal vez también sea la causante del poder de ver tras bambalinas.
El artista se ocupa de alumbrar esos elementos que suelen quedar al margen. Ya sea desde la soledad o desde la compañía, la ficción logra hacer brillar eso que la urbanidad opaca. Y no solo desde el under, si bien dije que la mediatización colabora con mantener ciertas cosas atrás, no se puede negar que algunas producciones sacan a la luz temáticas y las instalan en el centro del escenario. Vidas Robadas, por ejemplo, novela emitida por Telefe, corrió la cortina que mantenía a la trata de personas fuera de los ojos de la sociedad.
Tal vez el artista esté tan solo como cualquier otro ciudadano y la diferencia pase por lo que hace con esa soledad. Mientras muchos se hunden en la velocidad de la rutina, otros prefieren la embriaguez ficcional; porque la obra antes de ser un producto terminado es un proceso caótico, lleno de grandes y originales ideas desordenadas. Algunos eligen perderse en una perspectiva distinta del mundo, ser juzgados, ser (más veces de las que deberían) mal vistos, prefieren correrse del lugar común y (tal vez) pasar por locos.
Como un chico que va al teatro y ríe cuando alguna mano se le escapa al actor que espera para salir a escena; con esa inocencia de alguien que no se obnubila con lo que brilla, con esa pureza del turista, del que es nuevo en un lugar; el artista ve, el escritor cuenta lo que la ciudad no quiere mostrar.

viernes, 11 de diciembre de 2009

La ciudad tras bambalinas (2° parte)

Hay un factor fundamental que ayuda a la ciudad a organizar el escenario, a decidir quien recibe las miradas y quien se queda tras el pesado paño rojo: los medios de comunicación. Como lo establece Eliseo Verón, vivimos en una sociedad en vías de mediatización, es decir, gran parte de las prácticas cotidianas no sólo aparecen en los medios sino que se estructuran a partir de ellos. Esto hace que, como plantea Carlos Gamerro en Perdidos en la Ciudad, la ciudad ya no se conozca recorriéndola sino viéndola por televisión, la variedad del recorrido urbano, cuyo equivalente discursivo o textual podía encontrarse antes en la página de un diario, hoy se recrea mejor en el zapping o en un surfeo por la web, reflexiona.
Con todo esto lo que quiero decir es que si explota una bomba en Zimbagüe, para mí y para el resto de los habitantes, esa bomba no explotó si la televisión o la radio no lo contaron. Sin ir más lejos, si un árbol mata a un perro a la vuelta de mi casa y un vecino me lo dice yo dudo de la veracidad del hecho, aunque las dudas no son tantas cuando el que me lo transmite es el conductor del noticiero del mediodía.
Las personas confiamos mucho más en una institución que en una persona. No creemos en el resto de los ciudadanos, ¿será que somos consientes de que la ciudad nos miente?, no lo sé, no estoy segura. Sí estoy segura de que no creemos en la gente, y cuando estamos solos, nos sentimos mejor cuando ese conductor, esa figura detrás de la pantalla de la televisión o del parlante de la radio nos acompaña en la soledad. Nos acompaña y le creemos, más que al que está al lado nuestro.
Afuera, la ciudad está repleta de gente, de música, de movimiento, de ruido; pero nadie ve, nadie siente, nadie escucha; como dice Joaquín Sabina tanto ruido y al final la soledad. Hay tanto que no hay nada, tenemos tanto que no tenemos nada, queremos tanto que no queremos nada. La soledad es la razón principal por la que no vemos a nuestro alrededor, el motivo por el que vivimos concentrados en nuestros problemas y no miramos más allá. Corremos por las calles para llegar a nuestros hogares, escapamos del ruido de los autos, de las charlas ajenas o de las publicidades, queremos “estar solos”, “tranquilidad”, aunque nunca supe exactamente a qué llamamos “tranquilidad”, porque finalmente cuando alcanzamos nuestros sillones prendemos la televisión, y volvemos a llenar de ruido el ambiente.
En una escena de la película Nueve Reinas Marcos, Ricardo Darín, le explica a Juan, Gastón Pauls, por qué los “chorros comunes son aprovechadores de descuidos”, allí se ven las actitudes indiferentes de la gente hacia las distintas cosas que pueden existir o suceder alrededor de ellos. Mientras Marcos habla se suceden una serie de imágenes en las que se observan diferentes personas caminando por el centro de Buenos Aires y cada uno de ellos está atendiendo a sus cosas, acomodando papeles, hablando por celular, nadie mira “más allá de sus narices”. En la foto de Rafael Calviño que ilustra este ensayo se puede ver esto mismo, personas caminando solas por la calle sin atender a lo que pasa a su alrededor, van hacia su destino final viendo únicamente lo evidente, lo que la ciudad les pone en frente.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

La ciudad tras bambalinas (1° parte)


La música, los estados de la felicidad, la mitología,
las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos
y ciertos lugares, quieren decirnos algo[…] esta
inminencia de una revelación, que no se
produce, es, quizá, el hecho estético.
JL Borges

La ciudad construye espacios, espacios urbanos, y ubica en esos escenarios figuras centrales y figuras secundarias. Pero lo increíble es que todos los habitantes los aceptamos, aceptamos esa disposición de los personajes, que la ciudad nos diga qué mirar, qué escuchar, qué hacer; dejamos que la urbanidad nos oriente sin cuestionamientos.
Sin embargo, hay un actor de esta sociedad que se encarga de abrir la mirada, de ver lo que no se ve, lo que queda tras las cortinas del teatro que propone la ciudad. Ese actor es el arte, la ficción en particular. Son las novelas, la literatura, las obras de teatro las que ponen en el centro lo que la ciudad conserva a los costados. ¿Por qué será que es sólo la ficción la que logra desorganizar la organización urbana? Es la necesidad de encontrar relatos, son las ganas de contar historias las que llevan a un escritor a fijarse en lo que está tras las cortinas.
Hace algunos meses empecé a trabajar en microcentro (no es que no lo hubiera hecho antes, pero nunca había permanecido tanto tiempo en un empleo). Pasada la euforia inicial supe que ese trabajo no me traería nada bueno, que había tomado la peor decisión posible, que nunca debería haber dicho que sí. Me molestaba no poder dedicarle tiempo a la facultad, pero más me fastidiaba no tener tiempo para escribir. De todas maneras, y reafirmando la filosofía china, con el tiempo encontré el yin dentro de mi yan.
Por suerte (ahora digo que fue suerte) tuve que correr por Florida y Lavalle, afortunadamente me estrujaron en el subte tantas mañanas. Fue bueno, y creo firmemente que fue bueno no porque quiera autoconvencerme de que no perdí el tiempo, sino porque vi y viví situaciones desconocidas, porque pensé, porque me transformé. Fui otra, me desdoblé y entendí posturas opuestas.
Fui una oficinista que “vuela” por Corrientes sin ver ni el Obelisco, caminé chocando gente porque llegaba tarde, aún cuando no tuviera ningún horario para llegar a ningún lado, simplemente porque, ya lo dice Fito Páez, siempre se hace tarde en la ciudad.
También y al mismo tiempo fui (un proyecto de) escritora, de artista. Gracias (y nunca mejor usada la palabra “gracias”) a tener que escribir ficción tuve que encontrar algo distinto en mi rutina, me tuve que obligar a ver más allá. Se desprendió de mí una segunda yo, una que se detiene a ver el Obelisco (aunque sea de reojo) cuando está llegando a la oficina, una que ve el color de la manta que tapa al señor que duerme en la parada del colectivo, una que sonríe sola en el subte cuando el saxofonista hace su show.
Esa segunda parte mía se reveló ante las imposiciones de la ciudad, le dijo “no” a los protagonistas sobre los que la urbanidad focaliza su atención; espió, miró a los costados y descubrió que detrás de las bambalinas hay millones de cosas tanto o más interesantes que las que brillan bajo el foco principal.
Oscar Wilde dice que ningún artista ve las cosas como son en realidad, ya que si lo hiciera dejaría de ser artista, pero yo no creo que sea así. El artista ve la realidad, sólo que no es la realidad iluminada por la ciudad. Es la realidad de los márgenes, la realidad en la que la ciudad no pone el foco, la más difícil de ver. Eso convierte al artista un artista, la capacidad de inclinar la cabeza y mirar más allá, de ver mucho más que la realidad establecida. Es por esto que es la ficción la única que rompe con los estereotipos urbanos establecidos, esos que nos orientan la mirada.


sábado, 5 de diciembre de 2009

La lluvia y el pecado - última parte -

Exponiéndote a los retos de tus padres por haber tomado frío la noche anterior, acusaste náuseas y temperatura y faltaste a la universidad. No sabías qué te estaba pasando, nunca habías hecho algo así, pero necesitabas tiempo para procesar todo lo sucedido y para eso precisabas soledad.
Acababas de servirte un té cuando el timbre sonó. Estabas en pijama y nadie debía verte así, con tan poca ropa, pero no tenías tiempo de cambiarte, así que abriste la puerta igual. Casi tiraste la taza de té cuando viste quien se encontraba del otro lado, era él. El morocho más lindo, te miró con esos ojos que tanto te gustaban y te saludó con un “hola” que te estremeció hasta pararte cada pelo de tu cuerpo. Tu campera colgaba de su brazo derecho, “creo que es tuya”, dijo y te sonrió mostrando esa dentadura perfecta. Lo miraste te reíste, no entendiste bien por qué, pero fue lo único que pudiste hacer, te tentaste como nunca lo habías hecho antes, te sentías bien. Lo invitaste a pasar y le ofreciste un té. Hablaron por horas, no te importó que volvieran tus padres, no te importó que te vieran en pijama hablando con el vecino. Nunca habías estado tan feliz.

viernes, 4 de diciembre de 2009

La lluvia y el pecado - 3° parte -

Ahora, seis años más tarde, estabas ahí, sentada en una mesa de madera, con sahumerios consumidos alrededor, esperando quién sabe qué. ¿Por qué habías tenido que reconocer su auto estacionado frente a esa cabaña?, ¿en qué rapto de impulsividad habías considerado que entrar era una buena idea?, ¿qué te había hecho pensar que podías encontrarlo solo y aprovechar para conversar? Estaba con ella, con esa rubia que siempre había sido su amiga, lo sabías, ella con sus shortcitos y sus musculosas lo había seducido. Entendiste a tu mamá, recordaste sus consejos y supiste que tendrías que haberle hecho caso, “los hombres como ese nunca se fijan en chicas “bien”, querida, tenés que buscarte un chico como vos”.
El ruido de unos pasos te devolvió de un golpe a la realidad. Oíste sus voces acercarse. No pensaste, abriste la ventana y saliste. Te quedaste a un costado, mojándote y viendo cómo el chico que más amabas en todo el mundo se reía con otra mujer, la acariciaba, la besaba. Tus lágrimas se mezclaron con la lluvia, no querías ver, pero no podías moverte de ese lugar.
Llegaste tarde y empapada a tu casa, tu padre te abordó apenas cerraste la puerta de entrada, quería explicaciones que no le podías dar. Lo conformaste con frases confusas, algo así como que habías ido a estudiar a la casa de una compañera. Aprovechaste el agua que chorreaba de tu ropa para excusarte, te fuiste a tu dormitorio y cerraste con llave.
No tenías ganas de pensar en las consecuencias que esto podía traerte con tus papás. Mientras vos estabas en tu cama llorando, él estaba disfrutando de una noche romántica con ella. Tal vez estarían, en ese momento, besándose en la misma mesita en la que vos habías estado sentada hasta hace apenas unas horas. Y fue entonces, cuando trajiste esa imagen a tu mente, que te diste cuenta, habías olvidado la campera. Ya nada peor podía sucederte; decidiste hacer un gran esfuerzo por pretender que nada había pasado y poder dormirte. Encontrarías la forma de resolverlo por la mañana, con la cabeza fresca y la razón dominando por sobre la emoción.

martes, 1 de diciembre de 2009

La lluvia y el pecado - 2° parte -

Las gotas de lluvia rodaban por el vidrio hasta deshacerse en el cúmulo de agua que se formaba sobre el marco, las llamas de las velas se iban consumiendo una por una, y nadie aparecía. No podías creer lo que estabas haciendo, no entendías cómo habías terminado ahí. Recordaste el momento en que lo conociste, él corría tras una pelota en la vereda cuando llegaste a tu casa por primera vez. Tus papás habían decidido mudarse a un lugar más tranquilo y aquel destino de la costa había sido el elegido. Desde la ventana de tu cuarto siempre veías a todos los chicos jugar, pero nunca habías salido a hacerlo con ellos, siempre habías preferido quedarte adentro con tus muñecas. Además, a tus padres tampoco les gustaba la idea de que te juntaras con esos nenes, por eso habían decidido mandarte a una escuela diferente, la única institución que les gustaba para tu enseñanza estaba lejos de la zona.
A vos no te gustaba salir con ellos y ellos no querían estar con vos. Durante los años de secundario lo terminaste de decidir. No te divertían las mismas cosas, no te gustaba la forma en que se relacionaban. A ellos les pasaba lo mismo, nunca te hablaban, y muchas veces te pareció escucharlos burlarse de tu vestimenta. Por otra parte, cada vez pasabas más tiempo en el colegio o estudiando, y no podías pasar las tardes vagabundeando en la calle como los demás.
Sin embargo, por alguna razón, siempre había algo que te obligaba a espiarlos por la ventana, a quedarte mirándolos si los cruzabas en alguna esquina. La razón era él, siempre había sido tan lindo, alto, morocho y con los ojos azules como el cielo. Una vez habías conseguido, después de rogarle varios minutos a tu mamá, que te dejara ir a devolverle la pelota que había caído en tu patio. Escuchaste ese “gracias” de su boca, su voz te llegó hasta el alma, viste sus dientes blancos entre esa barba desprolija. Desde los 17 años guardabas ese momento en tu memoria.

lunes, 30 de noviembre de 2009

La lluvia y el pecado - 1° parte -

No esperabas encontrar algo así. Olor a leña, a parafina y a algún incienso también. Un colchón y, sobre él, una manta desordenada. Velas alrededor, todavía quedaban algunas encendidas aunque no parecía haber nadie en ese lugar, ¡qué inconsciencia! Un par de almohadones se acomodaban en el piso sin demasiado criterio. Cerca de ellos algunas prendas de vestir descansaban sobre el piso frío.
No había demasiado que pensar. Tu mente se negaba a concebirlo, sin embargo, era evidente que ese lugar había sido testigo de un arrebato de locura. Sentías el pecado en el aire. Aún peor, sabías que ellos, malditos sucios, no podrían haberse ido todavía de su morada. Todavía estaban allí, estabas segura. Tal vez bañándose juntos, viéndose sus cuerpos desnudos, tocándose.
Un escalofrío recorrió tu cuerpo, te estremecía el simple hecho de pensar en esas carnes sin ropa, mordiendo la manzana que condena al infierno.
La lluvia afuera no cesaba y ya no podías salir. A pesar del ambiente pecaminoso, la calidez que te proveía esa pequeña cabaña te atrapaba. Pensaste en sentarte, pero rápidamente aparecieron las dudas, ¿quién sabía por cuántos sitios habrían andado esos dos gérmenes de Satán?, ¿donde habrían rozado esas pieles cargadas de pecados?, ¿quién sabe si no podrías contagiarte alguna enfermedad? Decidiste apoyar tu campera sobre la mesita ratona que estaba bajo la ventana y allí esperaste. Consciente de que aparecerían en algún momento, preparaste tu cabeza para enfrentarlos.

martes, 10 de noviembre de 2009

Camaleónica verdad -autobiografía-

En un atípicamente lluvioso 19 de diciembre del año 1987 nacía yo, una sagitariana de raza con todo lo que eso implica. La astrología es verso, pero no hay persona que conozca a la que no le pregunte su signo zodiacal.
Desde que tengo memoria me encanta disfrazarme, bailar y cantar. Siempre pensé que hay una vedette frustrada durmiendo en algún lugar de mi cuerpo.
Nunca supe bien cómo responder a la pregunta: “¿Qué vas a ser cuando seas grande?”, y creo que todavía no lo sé. Fui desde geóloga hasta locutora, y desde guía de turismo hasta diseñadora de interiores.
Cuando terminé el secundario empecé Diseño Gráfico y después de un mes me cambié a Comunicación Social, carrera que no sé cómo llegó a mi vida y que aún hoy sigo intentando definir. A pesar de haber atravesado algunas crisis académicas todavía estoy acá y más convencida que antes, lo que no mata fortalece, ¿no?
Después de un año de fuertes guerras internas entendí que leer Ohlalá todos los meses no me hace menos persona, y que puedo interesarme por la moda y por los problemas político-sociales con la misma intensidad.
Gracias a mis papás pude viajar bastante este último tiempo. Viví un mes en Londres, visité París, Roma y Barcelona. Mi cabeza no es la misma y mi espíritu tampoco. Miramar, Santa Teresita, Florianópolis, Bahía, Machu Pichu o Madrid; no me importa el lugar, lo que quiero es dejar por un rato la rutina a un lado, cambiar el aire. Me aburro rápido si es todo siempre igual, debe ser por eso que sigo soltera.
Siempre quise saber de todo y poder opinar en las grandes charlas familiares, creo que es esa una de las razones por las que estudio esta carrera. Además de mi fascinación por escribir, claro está. Desde adolescente el papel o el teclado de la computadora fueron mis principales canales de desahogo. Estudio comunicación, pero me cuesta comunicarme si no es por escrito. Hace no demasiado tiempo me di cuenta de que puedo hablar mucho y decir muy poco.
A los 19 empecé terapia, supongo que mi cuaderno me había pedido vacaciones. Un mes atrás fui dada de alta aunque algo me dice que voy a volver en cualquier momento.
Mi ansiedad es muchas veces mi peor enemiga, pero ya aprendí a lidiar con ella. Como buena porteña soy inquieta, no puedo parar un segundo y siempre busco algo nuevo que hacer o aprender. Estudié piano, guitarra, canto, danzas de cualquier género, inglés, portugués, dibujo y pintura. Pienso que eso me hizo la persona que soy, camaleónica y multifacética. Puedo pasar de una tarde entre hombres tomando cerveza a una noche con mis amigas viendo una película romántica sin la menor dificultad. Eso me identifica con la carrera, comunicación es tan diversa como yo.
Tengo dos perros, una tortuga, bastantes amigos, una familia numerosa, una casa en un barrio tranquilo y un cuarto para mi sola en donde paso casi todo el día. No puedo imaginar mi existencia sin el mate, tengo el termo al lado mío en cada momento, aunque a veces me parece que es más por compañía que por la bebida en sí.
Tampoco podría vivir sin música. No me gusta el silencio, excepto en ocasiones. Mi gusto en esta materia es tan amplio como en el resto de las cosas. Gracia a internet tengo las discografías completas de varios artistas y, cuando mi capital me lo permite, trato de comprarme algunos álbumes originales. Siempre tuve la fantasía de tener un departamento lleno de CD´s.
Por alguna razón (por no admitir que fue la llegada de la tele y la computadora a mi cuarto), ya no leo tanto como antes; a veces pienso que tiene que ver con que mi cuota de lectura diaria se cubre lo suficiente con los apuntes de la facultad. De todos modos, aún conservo esa fascinación por las librerías y, de vez en cuando, paso y me compro algún libro por placer.
Trabajo desde los 18 por propia voluntad. Afortunadamente ya hice varias cosas vinculadas con la carrera. Fui redactora en una revista, estuve en agencias de prensa y ahora participo, junto a algunos amigos, en un programa de radio todos los sábados a la tarde, uno de los mejores momentos de mi semana, por cierto. Todas estas tareas, muy distintas entre sí, me permitieron ir vinculándome con la comunicación desde distintas perspectivas y me ayudaron a convencerme de que es esto lo que quiero estudiar.
Así, saltando de un tema al otro como en estas líneas, es como vivo. Mi mente no se queda tranquila un segundo, es tan inquieta como yo. Dudo que exista carrera que me soporte como lo hace esta, que me sorprende día a día y no me deja entregarme al tedio de la organizada y predecible linealidad académica.

martes, 27 de octubre de 2009

Hay una lágrima sobre el piano -2°parte- *

No pudiste hacer nada, te quedaste quieto, paralizado. Cuando pudiste mover tus piernas ya era tarde. Bajaste corriendo las escaleras y solo llegaste a tiempo para detener a tu esposa que salía corriendo hacia el jardín.
El día posterior a la tragedia, después de dejar a Anne en una clínica para enfermos psiquiátricos, volviste con Claire a tu casa. Necesitaban tratar de tranquilizarse y digerir la situación. Se sentaron enfrentados en la mesa de la cocina y dejaron que reine el silencio mientras esperaban que se enfriara el té. De repente, un sonido los sorprendió, sus miradas se encontraron, ninguno entendía lo que pasaba. Se escuchó una escalada de piano igual a las que tocaba Marian cuando ensayaba. El
sonido provenía del comedor. Ambos fueron corriendo, ilusionados, hacia el gran instrumento de cola y observaron, con una mezcla de espanto, sorpresa y desilusión, no sólo que nadie estaba sentado sobre el banco ubicado frente a él, sino que, además, a cada escalada gotas de humedad brotaban desde las teclas color marfil. Finalmente, el sonido del piano fue reemplazado por el del llanto desconsolado de Marian.
Esta secuencia se repitió cada día por años, aunque la reiteración no lograba borrar el pavor. La humedad sobre el piano te recordaba a cada instante el horror vivido.
Los comentarios acerca de tu familia empezaron a desaparecer de las charlas en las filas del almacén. Entre los vecinos creció el miedo ya que no eran solo vos y Claire los que escuchaban los ruidos, cualquiera que pasara por afuera era capaz de sentir las escaladas y el llanto de tu hija fallecida.
Quisiste parar, terminar con esa tortura. Hablaste con Claire y se pusieron de acuerdo. Fue frente al piano, el sitio elegido, el único lugar posible. Se sentaron, se miraron y supieron que hacían lo correcto. Fuiste el primero, el que inició el ritual planeado. Ajustaste la navaja entre tus dedos mientras tu hija copiaba tus movimientos. Viste ese trozo de metal hundirse en tu piel, la sangre empezó a brotar lentamente. Sentiste dolor, pero también placer. Sabías que te esperaba algo mejor.


* Renarración de una leyenda urbana de la Ciudad de Buenos Aires.

sábado, 24 de octubre de 2009

Hay una lágrima sobre el piano -1°parte- *

* Corrección: Queridos lectores (?), me confundí al subir el post anterior y subí una versión errónea del cuento. Acá les subo la correcta y en unas horas subo la segunda parte.

Comenzaba el siglo XX cuando te estableciste en la Ciudad de Buenos Aires con toda tu familia. La guerra alborotaba el ambiente en tu Inglaterra natal y fue por esto que decidiste, junto a tu esposa, Anne, mudarte a La Argentina, un destino muy elegido en la época por el resto de los europeos que huían de los peligros de la contienda mundial. Te habían dicho que excelentes condiciones recibían a los inmigrantes en esta incipiente nación.
Eras un artesano de esos típicos de los pueblos ingleses de fines del siglo XIX, cuando el capitalismo aún permitía a algunos trabajar con tranquilidad y genio creativo. Experto en edificaciones y muebles finos, eras una de las personas más respetadas del barrio.
Anne, por el contrario, era un misterio para los habitantes de la zona. Era una mujer ermitaña, siempre lo había sido, pero con los años se iba poniendo peor. Solía pasar las horas encerrada en su habitación, que hacía años no era la misma que la tuya. Algunas noches la encontraste en el fondo de la casa, fueron las únicas veces que la viste fuera de su cuarto y siempre era de noche.
El trabajo te llevaba a ser el principal receptor de las constantes preguntas de los vecinos con respecto a tu mujer. De todos modos, siempre lograbas evadirlas con éxito. Nunca te explayabas demasiado en las respuestas, algunas palabras ordenadas sin demasiada coherencia bastaban para satisfacer momentáneamente la intriga de tus clientes. Contabas, entre balbuceos y oraciones cortadas, algo sobre el cambio de actitud luego del parto que había llevado a Anne al borde de la muerte y a nadie le quedaban ganas de seguir indagando.
El barrio fue cuna de muchos rumores respecto de tu matrimonio. Sin embargo, nunca demostraste, ni vos ni tus dos hijas, Claire y Marian, algún tipo de interés en alimentar o refutar las teorías conspirativas locales.
Los fines de semana te olvidabas de todo en el campo, te relajaba salir de caza. Esconderte entre los matorrales y disparar te resultaba terapéutico. Y sí, algo de culpa sentías por dejar a las chicas solas con Anne, pero, al fin de cuentas, merecías un poco de paz de vez en cuando. Además ellas eran grandes, se podían cuidar solas.
Marian, la mayor de tus hijas, era una cantante lírica. Un don probablemente heredado de tu mujer. Ella tenía una hermosa voz aunque, lamentablemente, nunca la
había podido desarrollar.
Contrariando los deseos de su madre, pero gracias a tu insistencia, la joven sí había logrado estudiar, lo había hecho con una de las mejores profesoras en el Reino Unido y había continuado perfeccionándose una vez instalada en Buenos Aires. Sus conocimientos musicales no terminaban ahí, ella también sabía tocar el piano y pasaba las tardes sentada junto a él ejercitando su preciosa voz.
No era una chica muy sociable, pero debido a la actitud de su madre, era ella quien se había hecho cargo de las tareas domésticas y solía mantener conversaciones con los vecinos del barrio quienes la apreciaban mucho. Marian evitaba pronunciar cualquier tipo de comentario sobre Anne y los demás respetaban su silencio. Eras vos el que solía hacerse cargo de responder a esas investigaciones amateurs de las chusmas de la zona.
Una tarde, mientras Marian vocalizaba en el living sentada junto al piano, sintió a su madre acercarse. Percibió el movimiento tras ella y se alegró, la viste sonreír desde arriba, estabas en la escalera bajando de tu cuarto cuando la escena se produjo y te detuviste a observar. Anne nunca la había escuchado cantar a pesar de que se lo había pedido y hasta rogado en reiteradas ocasiones.
Tu hija dejó de cantar y se dio vuelta, corroboró la presencia de su madre en la habitación. Anne estaba allí, pero no para oírla cantar. Sacó tu rifle, el que evidentemente había mantenido escondido detrás de su pollera, fuera de la vista de todos. El tiempo pareció congelarse, la única capaz de moverse fue Anne. Acomodó el arma entre sus manos y apuntó. Marian gritó, pero su voz se apagó con un disparo.

lunes, 19 de octubre de 2009

A su manera

Noche en la Ciudad de Buenos Aires, microcentro. Las marquesinas de los teatros iluminan la calle Corrientes. Las luces de los restaurantes hacen lo propio con las calles menos glamorosas. Los bares musicalizan el ambiente. La gente va y viene, algunos más rápido, otros más despacio. Cada caminar tiene su ritmo particular. Se chocan, se esperan, se pasan. Los estiletos brillantes, las zapatillas de lona gastadas y las que sirven para hacer deportes (aunque no suelan utilizarse para ese fin), los mocasines, las botas, las ojotas y los pies descalzos se entremezclan en lo bajo de la ciudad. Desde el suelo se ven las diferencias compartiendo espacio.
Viernes. Intersección de Córdoba y Callao. El reloj marcaba que habían pasado algunos minutos de la medianoche.
Frente al elegante edificio de la facultad de Ciencias Sociales de una universidad privada dos personas recolectaban algunos cartones. Al lado de ellos pasaba caminando una pareja, ambos muy bien vestidos. Iban agarrados de las manos y conversaban de lo que parecía haber sido una cena romántica.
En otra de las esquinas de ese cruce de avenidas un grupo de adolescentes hacía una parada en un kiosco y se proveía de cigarrillos y chicles para las horas siguientes. Estaban notablemente emocionados por la noche que tenían por delante. Mencionaban una serie de nombres que causaban evidente alteración entre ellos. Un famoso boliche de Olivos era su destino final.
Yo disfrutaba, con un amigo, de una muy buena charla que me debía desde hacía mucho tiempo. Una promoción de dos por uno para un combo en un local de comidas rápidas había servido de excusa para la reunión.
Estábamos en la parada del 106, seguramente hablando de alguna trivialidad, cuando la voz de un señor nos interrumpió:
- ¿Hoy es 15 de Junio?, preguntó. Sostenía entre sus manos un diario de esos que se reparten gratuitamente en la calle y señalaba la fecha que rezaba en su portada.
- Sí, contesté y automáticamente me corregí mientras sacaba mi celular para mirar la hora. - Aunque ya son más de las doce, asique ya es 16.
- Ah claro, ya pasaron las doce seguramente, comentó el hombre pensativo. Entre las marcas de sus experiencias pasadas y algo de tierra se abrió espacio una sonrisa. Su look evidenciaba que su vivienda era la calle. Agradeció y se fue leyendo el diario. Caminaba despacio, sin apuro. No sólo su vestimenta lo diferenciaba, también un aire relajado lo distinguía de los demás.
Pocos minutos más tarde llegó el colectivo. Me subí, me mezclé con la multitud. Mientras viajaba calculé las horas que iba a poder dormir. Mis planes me obligaban a programar temprano el despertador ese sábado.
Continué con mi vida, una vida regida por el reloj y el calendario. Una vida que no me permite pensar en la existencia sin seguir las reglas del tiempo. La vida de una persona que solo en los sueños admite desconectarse del tic tac, que desde que abre los ojos por primera vez en el día sabe la hora, la fecha, el mes y el año en que se encuentra. Una vida tan presa del tiempo, de la velocidad, del ritmo, que no se permite mirar hacia un costado y ver cómo, dentro de la misma ciudad, del mismo barrio, en la misma calle, existen personas que no consideran a un par de agujas el eje de su vida.
Ese encuentro casual me abrió los ojos, me permitió ver algo que tuve a la vista siempre, algo que las anteojeras de la cultura en la que el ciclo de 24 horas es sagrado no me dejaba ver. Otras normas, otras reglas, otra cultura.

sábado, 10 de octubre de 2009

Ella

Ella se lastimaba para ser feliz, sufría para vivir.
Se aburría de la organizada predeciblidad, creaba
infiernos para salir de su mentirosa calma.
Se engañaba para convencerse de no sentir.
Y cuando se cansaba de su falsa paz, iba en busca
de amores infantiles para escaparle a su rutina; amores sin
futuro para pensar en algo diferente, en algo que le de
emoción a su perfecta y cronometrada vida.
Era allí donde cruzaba sus barreras racionales y soñaba más de lo
que vivía. Pensaba mundos de fantasía que nunca concretaba
por miedo a arriesgar, a perder... o a ganar.

sábado, 3 de octubre de 2009

Fugaz y definitivo

La noche estaba fría, yo me entretenía escuchando la radio mientras hacía tiempo sentada en el cordón. No podía controlar la dirección de mis pensamientos, esa esquina ya hacía unos meses que tenía un sentido completamente distinto para mí. No te esperaba, aunque me hubiese gustado. Sin embargo te buscaba en cada una de las personas que pasaban.
Faltaba media hora para el comienzo del compromiso que me había llevado hasta allí, justo ahí. Había llegado demasiado tiempo antes y me estaba poniendo molesta. Empezaba a imaginarme, como siempre, que la gente pensaba que me habían dejado plantada.
Hacía frío y no sabía ya que hacer para entrar en calor. El vaso de café vacío bailaba en mi mano congelada, el viento se filtraba entre el tejido de la bufanda y mi nariz, seguramente, había alcanzado un rojo tomate digno de un par de botas de última moda.
Estacionada ahí una vez más. No habían pasado muchos días desde la última ocasión en la que había estado esperando en esa misma cuadra, viendo ese mismo kiosco, ese mismo supermercado, ese mismo edificio. Ese edificio que no era uno más para mi, que me llenaba de ansiedad, de ganas, de deseos y, usualmente, de frustración. Como cada vez, yo esperaba cruzarte. Sin demasiadas expectativas, pero aún con esperanza, con esa ingenua esperanza que siempre perdura para reconfirmar el dicho popular.
No sé bien cómo fue que pasó, la magnitud de la sorpresa opaca al resto de mis recuerdos. Solo sé que te vi venir, nos saludamos y todo empezó a suceder. Estábamos solos los dos, actuando sin pensar, envueltos en un torbellino de locura.
Ya no estaba más en la vereda, ya no colgaba el vaso de café de mis dedos. La bufanda yacía en el suelo de tu cocina junto a nuestros abrigos, testigos mudos de un arrebato de inconsciencia.
Me empujaste contra el pasillo antes de llegar a tu habitación, te saqué la remera y enrosqué mis piernas alrededor de tu cadera. Te hundiste en mi pecho ya desnudo y me empezaste a besar. Mientras rozaba mis labios con la piel de tu cuello me llevaste hasta tu cama, nos arrancamos la ropa que nos quedaba y nos dejamos llevar.
La luz, a través de una ventana transpirada, confundía nuestros cuerpos sobre la alfombra de tu cuarto. Nuestras sombras se dibujaban denunciando nuestra cercanía.
Y después, no sé cuanto tiempo después, me acosté sobre tu pecho y dejé que tus dedos se enredaran entre mi pelo. Te besé tratando de que los besos redujeran mi temblor. Tu sonrisa fue todo lo que necesité para tranquilizarme. Ya nada iba a ser como antes.

lunes, 14 de septiembre de 2009

El elegante pantalón de tiro alto

A las ocho de la mañana, como todos los días, sonó el despertador. Pese a su termómetro interno que le rogaba que se quedase en la cama, ella se levantó. La responsabilidad la llamaba; en una hora debía estar, café en mano, revisando su casilla de e-mails.
Abrió su placard e inició la agobiante tarea de elegir el conjunto del día. Acorde a la temperatura, a la ocasión y a la moda, obviamente. Rápido, además, porque no tenía mucho tiempo que perder. Se decidió, finalmente, por una camisita de seda color salmón y un elegante pantalón negro de tiro alto que hacía años que no se ponía.
Inició su camino hacia la estación del subte y, mientras esperaba que llegara, empezó a sentir una molestia en la cintura. El pantalón le ajustaba un poco más de la cuenta y la hizo pensar, una vez más en la vida, sobre la posibilidad de empezar una dieta. Por suerte era martes, faltaba casi una semana para el lunes, tenía tiempo de meditarlo.
“Palermo” gritó una voz desde algún lugar del vagón. Se bajó justo en la esquina de su oficina y fue allí donde volvió a sentir que su panza le reclamaba más espacio. Se puso mal por unos segundos, odiaba sentirse gorda, pero esa “M” dorada brillante la tentaba demasiado. Se olvidó de su tristeza y entró a comprarse un capuchino a la italiana, su desayuno favorito, perfecto para terminar de despertarse y la mejor manera de empezar la mañana.
Llegó a la oficina y se sentó en su escritorio. Mientras intentaba desagotar su casilla de correo electrónico volvió a sentir ese fastidioso pantalón ajustándose demasiado a su cuerpo. El hecho comenzaba a preocuparla, hasta llegó a pensar que podría estar hinchándose de a poco. Luego advirtió lo ridículo del razonamiento, se imaginó a ella misma inflándose como un globo; recordó la escena de la película de Harry Potter en la que la hermana de su tío se empieza hinchar hasta salir volando y no pudo evitar la carcajada, aunque intentó callarla lo más pronto posible.
Al mediodía ya no aguantaba más, sentía que le faltaba cada vez más oxígeno y decidió desabrocharse el pantalón. Trató de ocultar el hecho vergonzantemente anti-estético y anti-moda con su preciosa camisita de seda color salmón. La imagen es importante para una gerente, sobre todo en una empresa de indumentaria femenina.
Volvió a ocupar su cabeza en la nueva colección winter-fall 2010, algo en ese trench con estampado cuadrillé no la terminaba de convencer. Un dolor agudo en el medio del pecho la transportó de vuelta a la realidad, el pantalón seguía contrayendo sus pulmones y disminuía cada vez más su capacidad respiratoria.
Atónita se levantó la camisa, miró hacia abajo y descubrió que la piel de la zona de su cintura estaba de color púrpura. Combinada con el salmón de la tela de la blusa hacían un lindo efecto, es cierto, pero eso no suprimía su preocupación ante el estrujamiento pulmonar. Advirtió, sorprendida, que era el pantalón el que se estaba encogiendo. Esta revelación refutaba su teoría del globo, y hasta le evitaba tener que preocuparse por la dieta, pero el aire que ingresaba en sus pulmones era cada vez menos y esa no era una buena noticia.
Pensó en contárselo a sus compañeros para encontrar en ellos algún consejo, pero claro, ¿quién iba a creer tan extraña confesión?, y, aún si lo hicieran, ¿quién iba a saber qué hacer? Volvió a trabajar sobre el trench con estampado cuadrillé en busca de algo de distracción, y la encontró.
Algunas horas más tarde en la pantalla de su monitor se podía apreciar, sobre un esbelto figurín, una de las mejores prendas de la colección. Todos los miembros del equipo quedaban estupefactos al verla. Sin embargo todavía no se sabe si lo que los hacía mantener sus ojos abiertos, casi sin pestañear, era ese precioso piloto o el cuerpo asfixiado de la gerente, que yacía sobre el escritorio con el pantalón desabrochado, ¡qué horror!

jueves, 27 de agosto de 2009

Un hilo de verdad

Escuché un grito y corrí. Mi oído me sugirió que venía de la pieza de mis padres, quizás mamá se había tropezado con algo. Cuando llegué al cuarto, después de recorrer el extenso pasillo, solo vi la cama con las sábanas desarregladas. Nadie sobre ella. Me quedé pensando qué podría haber pasado para que ellos no estuvieran allí. Tal vez habían escuchado lo mismo que yo y estaban buscando al dueño de esa voz en otra habitación.
Nunca, jamás me gustó que la casa fuera tan grande y ahora las preguntas volvían a mi mente. ¿Para qué necesitamos tantos baños?, ¿para qué tantos dormitorios? Mi mamá siempre me dijo que son por si viene alguien a quedarse unos días, pero nunca le encontré demasiado sentido a la explicación. Para mí solo servía para que los vecinos no se quejaran tanto cuando mi papá se juntaba con sus amigos a ensayar.
Otro grito me hizo reaccionar de repente, pero esta vez lo sentí mucho más fuerte que el anterior. Definitivamente estaba cerca. Un hilo de luz provenía del baño, y por eso fui hasta allí.
La puerta estaba entreabierta y, no se por qué razón, decidí que lo mejor era mantenerla así. Desde mi lugar sólo pude ver una mujer arrodillada, doblada para adelante como si le doliera la panza. Apenas la vi supuse que era mi mamá, no lo sabía porque estaba dándome la espalda casi por completo. Después razoné que no podía ser ella, las mamás no se enferman.
También alcancé a notar que alguien le estaba agarrando el pelo, se lo sostenía muy fuerte. Parecía como si quisiera levantarla del piso. Reconocí esa mano. No muchas personas tienen una cicatriz sobre los nudillos. No muchas personas tienen un anillo con forma de dragón.
La mujer se quejaba, pero parecía hacerlo en silencio, como si respetara las horas de sueño de los que todavía podían dormir; como arrepentida del grito proferido anteriormente.
No quería ver pero tampoco podía irme de ese lugar. Algo me mantenía ahí, inmóvil, escuchando los quejidos que se prolongaron durante algunos minutos. Cerré los ojos y, de repente, no escuché nada más. Cuando los abrí lo primero que vi fue un hilo de sangre que corría desde adentro del baño. Ese líquido rojo y espeso recorrió libremente el parquet y se detuvo cuando la delicada alfombra persa lo frenó con sus largos pelos blancos. Una mancha color bermellón la arruinaba para siempre.
De repente tuve miedo, mucho miedo, más que todas las otras veces que creí tener mucho miedo, más que todas esas veces en que me porté mal y mi papá me castigó. No supe qué hacer y me descubrí temblando. Decidí salir corriendo antes de hacer algún ruido que denunciara mi presencia en el cuarto. Corrí muy rápido, tan rápido que casi me caigo varias veces mientras atravesaba el largísimo corredor. Sentía que las coloridas guitarras que colgaban de las paredes me miraban, me delataban.
Llegué a mi pieza y me metí de un salto en la cama. Me quedé bajo la colcha azul de autitos y pensé que nada de esto podría haber pasado, que mamá me iba a traer la chocolatada dentro de unas horas y me iba a despertar con un beso en la frente. Sí, seguramente, sólo tenía que cerrar los ojos y dormir.

lunes, 17 de agosto de 2009

Estrategias de abogados

Me casé a los veintidós. Ahora veo a mi nieta, que tiene esa edad, y no puedo creerlo. Ella no tiene ni siquiera un novio. Estudia, recién está empezando a trabajar. Yo no fui a ninguna universidad, lo importante para una mujer es ser una buena ama de casa. Ella no sabe cocinar, tejer, ni bordar, debe ser por eso que está soltera.
Mi marido tenía veintiocho cuando nos casamos. El había estudiado, se había recibido de abogado un año antes del casamiento. Trabajaba en un estudio, después se puso el suyo propio. Solía leer mucho, todo tipo de libros. Cuando no trabajaba, se encerraba en la biblioteca, casi no compartimos charlas pasados los primeros años. Él era un hombre reservado, su trabajo lo obligaba a hablar mucho, por eso cuando llegaba a casa ya no tenía ganas.
Sólo lo notaba conversador cuando nos juntábamos con Ana y Francisco Cabral. Francisco había sido compañero de Raúl en la facultad, terminaron juntos. Ana se recibió algunos años más tarde. Los tres formaban una sociedad.
Ella no cocinaba tan rico como yo, aunque la chica que contrataba para hacer las tareas del hogar no lo hacía mal. Ana hablaba mucho con Raúl, más que yo seguro. Siempre cosas del trabajo supongo, yo no entiendo de eso.
Francisco participaba de las conversaciones, claro, era su estudio también. Aunque nunca fue tan obsesivo del trabajo como ellos. A veces se acercaba a mí y me contaba historias de sus viajes. Él viajaba mucho con su mujer, habían conocido las mejores ciudades de Europa. Yo siempre le pedía a Raúl que me llevara, pero él decía que no había plata.
Francisco murió joven. A partir de ese momento Raúl y Ana empezaron a pasar mucho más tiempo juntos. Raúl venía a casa sólo para dormir prácticamente, y a veces ni eso. ¡Pobres!, es que se tuvieron que dividir entre ellos el trabajo que hacía Francisco. A mí me daba lástima Ana, encima de quedarse viuda, sus tareas se acrecentaron.
Raúl empezó a viajar mucho más, siempre viajaba con Ana. Él me explicó que antes el matrimonio se ocupaba de los negocios en el exterior, pero ahora que estaban solos él debía acompañar a Ana. Él me quería llevar, me lo dijo, pero me iba a aburrir, además ellos viajaban por negocios, era dinero del estudio, no correspondía.
Ya nunca más fuimos a cenar a la casa de los Cabral. Raúl me decía que le hacía mal recordar esos momentos. Tenía razón, ¡qué mala esposa! Era su mejor amigo, como lo iba a obligar a hacer algo así. Ya era suficiente con tener que ir a discutir asuntos legales con su socia.
Cuando mi marido murió Ana estaba muy triste, mucho más que yo creo. Y es que ella se había aferrado mucho a él desde que Francisco falleció. Era la única que quedaba de los socios fundadores. Ya ninguno de ellos trabajaba, pero supongo que, de todos modos, eso también la afectó.
Le propuse recuperar las viejas épocas, juntarnos a tomar mate, a comer tortas fritas. Yo podía cocinar, ella me contaría de todas las ciudades más hermosas, y así no nos dolería tanto estar solas. Me dijo que sí, que era una buena idea.
La semana siguiente la llamé, tenía listas las tortas fritas. Ella no atendió el teléfono, ni ese día ni ninguno de los otros en los que intenté. Nunca volví a verla, siempre me pregunto qué habrá sido de ella.

jueves, 6 de agosto de 2009

El amor de tu vida no te va a tocar el timbre


“El amor de tu vida no te va a tocar el timbre, nena”, me dijo incontables veces a lo largo de mi vida. “Ya lo se mamá, dejame en paz, ¿querés?”.

Y si, mi madre no era muy diferente al resto. Había crecido con la tradicional idea de que las mujeres tienen que casarse y tener hijos; todo antes de los 30, obvio, sino en la cola de la verdulería ibas a convertirte en “la solterona” mucho antes de lo que tus racionales expectativas te preparasen para semejante cartel.

Pero yo estaba cómoda así. La verdad, mis ganas de de salir a buscar un novio eran nulas; y bueno, mi futuro novio no me iba a tocar el timbre. Mi mamá no podía soportar mi soltería, y menos aún mi falta de preocupación ante el tema.

Que enroscada es la vida a veces, o al menos la mía siempre lo fue. Cada vez que pienso en todo lo que pasó me cuesta creer que haya ocurrido de verdad.

Fue una mañana de martes, me acuerdo porque volví temprano de la facultad. Llegué, me saqué las zapatillas y me puse el pijama. Estar en jean en mi casa me resultó y me sigue resultando imposible. Calenté el agua y prendí la radio, un sahumerio de lavanda y listo, el ambiente perfecto para mi merecido (o puede que no tanto) relax.

¡Ring! El timbre me hizo volver a la realidad de repente. No se cuanto tiempo había pasado, pudo haber sido una hora o quince minutos, la lavanda me pierde. Al llegar al portero eléctrico tuve que callar el sinfín de insultos al aire para poder averiguar la identidad del culpable de tan atroz acción. “¡Sodero!”, respondió el maldito. “Ya voy”, dije notoriamente malhumorada. Mientras agarraba los sifones pensaba en cuanto odiaba que no respetaran mis horarios, “después de la una”, les había aclarado más de una vez.

Abrí la puerta con mi mejor cara de mala. “¿Te desperté?”, me dijo el muchacho centrando su mirada en mi vestimenta y haciéndose el gracioso. No era mi sodero de siempre y me cayó mal tanta confianza. “No”, balbuceé sin mirarlo. Ni siquiera me reí, “son cuatro” respondí entregándole los sifones.

De repente mi fastidio se pasó, todavía insisto en que me debe haber echado mal de ojos. Por cuestiones temporales no puedo asegurarlo, pero podría jurar que en ese preciso momento me empezó a doler la cabeza. Cuando el camión arrancó cerré la puerta y me apoyé sobre ella. Tenía dibujada, en la cara, una sonrisa de oreja a oreja.

El martes siguiente me fui antes de clase. Cuando llegué a mi casa no me saqué las zapatillas ni el jean. En cambio me maquillé un poco y me peiné. El aroma de mi cuarto ya no era del sahumerio de lavanda, ahora venía de mi frasquito de perfume importado. Esta vez él no hizo ningún chiste aunque yo sí me reí. Lo saludé con un beso y me sonrojé.

Los martes fueron pasando y ya no fueron solo martes, también fueron miércoles, jueves, viernes, sábados, domingos y lunes. Tampoco fueron solo mañanas, fueron noches, tardes y días enteros. Él ya no es sodero ni yo sigo estudiando. Ahora vivimos juntos y yo le digo a mi hija que tenga cuidado, porque cuando menos se lo espere, el amor de su vida le puede tocar el timbre.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Pájaros en la cabeza (Literal)*


Él estaba distraído, como siempre. Adelante la maestra dibujaba números en el pizarrón. Percibió que algunas manos empezaban a levantarse pero no entendía bien por qué. Entonces llegó el momento, pasó lo que tenía que pasar, la señorita le hizo una pregunta sobre algo que, aparentemente, acababa de explicar. "¡Siempre igual vos!, ¡siempre con esos pájaros en la cabeza!" Y le hizo lo peor que le podía hacer, otra mala nota en el cuaderno rojo.

Ya en su casa, castigado en su cuarto, se puso a pensar. Se acercó a la ventana, se levantó la parte posterior de su cabeza y los dejó salir. Canarios, gorriones, cardenales, petirrojos, aves de todos colores salieron volando desde adentro de su cráneo mientras él los miraba ornamentar el cielo con su diversidad de tonos. Después volvió, resignado, la vista a las cuentas del cuaderno azul.


* Consigna para Taller de Expresión I - Cs. de la Comunicación Social - UBA