sábado, 3 de octubre de 2009

Fugaz y definitivo

La noche estaba fría, yo me entretenía escuchando la radio mientras hacía tiempo sentada en el cordón. No podía controlar la dirección de mis pensamientos, esa esquina ya hacía unos meses que tenía un sentido completamente distinto para mí. No te esperaba, aunque me hubiese gustado. Sin embargo te buscaba en cada una de las personas que pasaban.
Faltaba media hora para el comienzo del compromiso que me había llevado hasta allí, justo ahí. Había llegado demasiado tiempo antes y me estaba poniendo molesta. Empezaba a imaginarme, como siempre, que la gente pensaba que me habían dejado plantada.
Hacía frío y no sabía ya que hacer para entrar en calor. El vaso de café vacío bailaba en mi mano congelada, el viento se filtraba entre el tejido de la bufanda y mi nariz, seguramente, había alcanzado un rojo tomate digno de un par de botas de última moda.
Estacionada ahí una vez más. No habían pasado muchos días desde la última ocasión en la que había estado esperando en esa misma cuadra, viendo ese mismo kiosco, ese mismo supermercado, ese mismo edificio. Ese edificio que no era uno más para mi, que me llenaba de ansiedad, de ganas, de deseos y, usualmente, de frustración. Como cada vez, yo esperaba cruzarte. Sin demasiadas expectativas, pero aún con esperanza, con esa ingenua esperanza que siempre perdura para reconfirmar el dicho popular.
No sé bien cómo fue que pasó, la magnitud de la sorpresa opaca al resto de mis recuerdos. Solo sé que te vi venir, nos saludamos y todo empezó a suceder. Estábamos solos los dos, actuando sin pensar, envueltos en un torbellino de locura.
Ya no estaba más en la vereda, ya no colgaba el vaso de café de mis dedos. La bufanda yacía en el suelo de tu cocina junto a nuestros abrigos, testigos mudos de un arrebato de inconsciencia.
Me empujaste contra el pasillo antes de llegar a tu habitación, te saqué la remera y enrosqué mis piernas alrededor de tu cadera. Te hundiste en mi pecho ya desnudo y me empezaste a besar. Mientras rozaba mis labios con la piel de tu cuello me llevaste hasta tu cama, nos arrancamos la ropa que nos quedaba y nos dejamos llevar.
La luz, a través de una ventana transpirada, confundía nuestros cuerpos sobre la alfombra de tu cuarto. Nuestras sombras se dibujaban denunciando nuestra cercanía.
Y después, no sé cuanto tiempo después, me acosté sobre tu pecho y dejé que tus dedos se enredaran entre mi pelo. Te besé tratando de que los besos redujeran mi temblor. Tu sonrisa fue todo lo que necesité para tranquilizarme. Ya nada iba a ser como antes.

1 comentario:

Flori dijo...

Wow. Me quedé sin palabras.


Precioso escrito.


beso =)