sábado, 24 de octubre de 2009

Hay una lágrima sobre el piano -1°parte- *

* Corrección: Queridos lectores (?), me confundí al subir el post anterior y subí una versión errónea del cuento. Acá les subo la correcta y en unas horas subo la segunda parte.

Comenzaba el siglo XX cuando te estableciste en la Ciudad de Buenos Aires con toda tu familia. La guerra alborotaba el ambiente en tu Inglaterra natal y fue por esto que decidiste, junto a tu esposa, Anne, mudarte a La Argentina, un destino muy elegido en la época por el resto de los europeos que huían de los peligros de la contienda mundial. Te habían dicho que excelentes condiciones recibían a los inmigrantes en esta incipiente nación.
Eras un artesano de esos típicos de los pueblos ingleses de fines del siglo XIX, cuando el capitalismo aún permitía a algunos trabajar con tranquilidad y genio creativo. Experto en edificaciones y muebles finos, eras una de las personas más respetadas del barrio.
Anne, por el contrario, era un misterio para los habitantes de la zona. Era una mujer ermitaña, siempre lo había sido, pero con los años se iba poniendo peor. Solía pasar las horas encerrada en su habitación, que hacía años no era la misma que la tuya. Algunas noches la encontraste en el fondo de la casa, fueron las únicas veces que la viste fuera de su cuarto y siempre era de noche.
El trabajo te llevaba a ser el principal receptor de las constantes preguntas de los vecinos con respecto a tu mujer. De todos modos, siempre lograbas evadirlas con éxito. Nunca te explayabas demasiado en las respuestas, algunas palabras ordenadas sin demasiada coherencia bastaban para satisfacer momentáneamente la intriga de tus clientes. Contabas, entre balbuceos y oraciones cortadas, algo sobre el cambio de actitud luego del parto que había llevado a Anne al borde de la muerte y a nadie le quedaban ganas de seguir indagando.
El barrio fue cuna de muchos rumores respecto de tu matrimonio. Sin embargo, nunca demostraste, ni vos ni tus dos hijas, Claire y Marian, algún tipo de interés en alimentar o refutar las teorías conspirativas locales.
Los fines de semana te olvidabas de todo en el campo, te relajaba salir de caza. Esconderte entre los matorrales y disparar te resultaba terapéutico. Y sí, algo de culpa sentías por dejar a las chicas solas con Anne, pero, al fin de cuentas, merecías un poco de paz de vez en cuando. Además ellas eran grandes, se podían cuidar solas.
Marian, la mayor de tus hijas, era una cantante lírica. Un don probablemente heredado de tu mujer. Ella tenía una hermosa voz aunque, lamentablemente, nunca la
había podido desarrollar.
Contrariando los deseos de su madre, pero gracias a tu insistencia, la joven sí había logrado estudiar, lo había hecho con una de las mejores profesoras en el Reino Unido y había continuado perfeccionándose una vez instalada en Buenos Aires. Sus conocimientos musicales no terminaban ahí, ella también sabía tocar el piano y pasaba las tardes sentada junto a él ejercitando su preciosa voz.
No era una chica muy sociable, pero debido a la actitud de su madre, era ella quien se había hecho cargo de las tareas domésticas y solía mantener conversaciones con los vecinos del barrio quienes la apreciaban mucho. Marian evitaba pronunciar cualquier tipo de comentario sobre Anne y los demás respetaban su silencio. Eras vos el que solía hacerse cargo de responder a esas investigaciones amateurs de las chusmas de la zona.
Una tarde, mientras Marian vocalizaba en el living sentada junto al piano, sintió a su madre acercarse. Percibió el movimiento tras ella y se alegró, la viste sonreír desde arriba, estabas en la escalera bajando de tu cuarto cuando la escena se produjo y te detuviste a observar. Anne nunca la había escuchado cantar a pesar de que se lo había pedido y hasta rogado en reiteradas ocasiones.
Tu hija dejó de cantar y se dio vuelta, corroboró la presencia de su madre en la habitación. Anne estaba allí, pero no para oírla cantar. Sacó tu rifle, el que evidentemente había mantenido escondido detrás de su pollera, fuera de la vista de todos. El tiempo pareció congelarse, la única capaz de moverse fue Anne. Acomodó el arma entre sus manos y apuntó. Marian gritó, pero su voz se apagó con un disparo.

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