martes, 27 de octubre de 2009

Hay una lágrima sobre el piano -2°parte- *

No pudiste hacer nada, te quedaste quieto, paralizado. Cuando pudiste mover tus piernas ya era tarde. Bajaste corriendo las escaleras y solo llegaste a tiempo para detener a tu esposa que salía corriendo hacia el jardín.
El día posterior a la tragedia, después de dejar a Anne en una clínica para enfermos psiquiátricos, volviste con Claire a tu casa. Necesitaban tratar de tranquilizarse y digerir la situación. Se sentaron enfrentados en la mesa de la cocina y dejaron que reine el silencio mientras esperaban que se enfriara el té. De repente, un sonido los sorprendió, sus miradas se encontraron, ninguno entendía lo que pasaba. Se escuchó una escalada de piano igual a las que tocaba Marian cuando ensayaba. El
sonido provenía del comedor. Ambos fueron corriendo, ilusionados, hacia el gran instrumento de cola y observaron, con una mezcla de espanto, sorpresa y desilusión, no sólo que nadie estaba sentado sobre el banco ubicado frente a él, sino que, además, a cada escalada gotas de humedad brotaban desde las teclas color marfil. Finalmente, el sonido del piano fue reemplazado por el del llanto desconsolado de Marian.
Esta secuencia se repitió cada día por años, aunque la reiteración no lograba borrar el pavor. La humedad sobre el piano te recordaba a cada instante el horror vivido.
Los comentarios acerca de tu familia empezaron a desaparecer de las charlas en las filas del almacén. Entre los vecinos creció el miedo ya que no eran solo vos y Claire los que escuchaban los ruidos, cualquiera que pasara por afuera era capaz de sentir las escaladas y el llanto de tu hija fallecida.
Quisiste parar, terminar con esa tortura. Hablaste con Claire y se pusieron de acuerdo. Fue frente al piano, el sitio elegido, el único lugar posible. Se sentaron, se miraron y supieron que hacían lo correcto. Fuiste el primero, el que inició el ritual planeado. Ajustaste la navaja entre tus dedos mientras tu hija copiaba tus movimientos. Viste ese trozo de metal hundirse en tu piel, la sangre empezó a brotar lentamente. Sentiste dolor, pero también placer. Sabías que te esperaba algo mejor.


* Renarración de una leyenda urbana de la Ciudad de Buenos Aires.

sábado, 24 de octubre de 2009

Hay una lágrima sobre el piano -1°parte- *

* Corrección: Queridos lectores (?), me confundí al subir el post anterior y subí una versión errónea del cuento. Acá les subo la correcta y en unas horas subo la segunda parte.

Comenzaba el siglo XX cuando te estableciste en la Ciudad de Buenos Aires con toda tu familia. La guerra alborotaba el ambiente en tu Inglaterra natal y fue por esto que decidiste, junto a tu esposa, Anne, mudarte a La Argentina, un destino muy elegido en la época por el resto de los europeos que huían de los peligros de la contienda mundial. Te habían dicho que excelentes condiciones recibían a los inmigrantes en esta incipiente nación.
Eras un artesano de esos típicos de los pueblos ingleses de fines del siglo XIX, cuando el capitalismo aún permitía a algunos trabajar con tranquilidad y genio creativo. Experto en edificaciones y muebles finos, eras una de las personas más respetadas del barrio.
Anne, por el contrario, era un misterio para los habitantes de la zona. Era una mujer ermitaña, siempre lo había sido, pero con los años se iba poniendo peor. Solía pasar las horas encerrada en su habitación, que hacía años no era la misma que la tuya. Algunas noches la encontraste en el fondo de la casa, fueron las únicas veces que la viste fuera de su cuarto y siempre era de noche.
El trabajo te llevaba a ser el principal receptor de las constantes preguntas de los vecinos con respecto a tu mujer. De todos modos, siempre lograbas evadirlas con éxito. Nunca te explayabas demasiado en las respuestas, algunas palabras ordenadas sin demasiada coherencia bastaban para satisfacer momentáneamente la intriga de tus clientes. Contabas, entre balbuceos y oraciones cortadas, algo sobre el cambio de actitud luego del parto que había llevado a Anne al borde de la muerte y a nadie le quedaban ganas de seguir indagando.
El barrio fue cuna de muchos rumores respecto de tu matrimonio. Sin embargo, nunca demostraste, ni vos ni tus dos hijas, Claire y Marian, algún tipo de interés en alimentar o refutar las teorías conspirativas locales.
Los fines de semana te olvidabas de todo en el campo, te relajaba salir de caza. Esconderte entre los matorrales y disparar te resultaba terapéutico. Y sí, algo de culpa sentías por dejar a las chicas solas con Anne, pero, al fin de cuentas, merecías un poco de paz de vez en cuando. Además ellas eran grandes, se podían cuidar solas.
Marian, la mayor de tus hijas, era una cantante lírica. Un don probablemente heredado de tu mujer. Ella tenía una hermosa voz aunque, lamentablemente, nunca la
había podido desarrollar.
Contrariando los deseos de su madre, pero gracias a tu insistencia, la joven sí había logrado estudiar, lo había hecho con una de las mejores profesoras en el Reino Unido y había continuado perfeccionándose una vez instalada en Buenos Aires. Sus conocimientos musicales no terminaban ahí, ella también sabía tocar el piano y pasaba las tardes sentada junto a él ejercitando su preciosa voz.
No era una chica muy sociable, pero debido a la actitud de su madre, era ella quien se había hecho cargo de las tareas domésticas y solía mantener conversaciones con los vecinos del barrio quienes la apreciaban mucho. Marian evitaba pronunciar cualquier tipo de comentario sobre Anne y los demás respetaban su silencio. Eras vos el que solía hacerse cargo de responder a esas investigaciones amateurs de las chusmas de la zona.
Una tarde, mientras Marian vocalizaba en el living sentada junto al piano, sintió a su madre acercarse. Percibió el movimiento tras ella y se alegró, la viste sonreír desde arriba, estabas en la escalera bajando de tu cuarto cuando la escena se produjo y te detuviste a observar. Anne nunca la había escuchado cantar a pesar de que se lo había pedido y hasta rogado en reiteradas ocasiones.
Tu hija dejó de cantar y se dio vuelta, corroboró la presencia de su madre en la habitación. Anne estaba allí, pero no para oírla cantar. Sacó tu rifle, el que evidentemente había mantenido escondido detrás de su pollera, fuera de la vista de todos. El tiempo pareció congelarse, la única capaz de moverse fue Anne. Acomodó el arma entre sus manos y apuntó. Marian gritó, pero su voz se apagó con un disparo.

lunes, 19 de octubre de 2009

A su manera

Noche en la Ciudad de Buenos Aires, microcentro. Las marquesinas de los teatros iluminan la calle Corrientes. Las luces de los restaurantes hacen lo propio con las calles menos glamorosas. Los bares musicalizan el ambiente. La gente va y viene, algunos más rápido, otros más despacio. Cada caminar tiene su ritmo particular. Se chocan, se esperan, se pasan. Los estiletos brillantes, las zapatillas de lona gastadas y las que sirven para hacer deportes (aunque no suelan utilizarse para ese fin), los mocasines, las botas, las ojotas y los pies descalzos se entremezclan en lo bajo de la ciudad. Desde el suelo se ven las diferencias compartiendo espacio.
Viernes. Intersección de Córdoba y Callao. El reloj marcaba que habían pasado algunos minutos de la medianoche.
Frente al elegante edificio de la facultad de Ciencias Sociales de una universidad privada dos personas recolectaban algunos cartones. Al lado de ellos pasaba caminando una pareja, ambos muy bien vestidos. Iban agarrados de las manos y conversaban de lo que parecía haber sido una cena romántica.
En otra de las esquinas de ese cruce de avenidas un grupo de adolescentes hacía una parada en un kiosco y se proveía de cigarrillos y chicles para las horas siguientes. Estaban notablemente emocionados por la noche que tenían por delante. Mencionaban una serie de nombres que causaban evidente alteración entre ellos. Un famoso boliche de Olivos era su destino final.
Yo disfrutaba, con un amigo, de una muy buena charla que me debía desde hacía mucho tiempo. Una promoción de dos por uno para un combo en un local de comidas rápidas había servido de excusa para la reunión.
Estábamos en la parada del 106, seguramente hablando de alguna trivialidad, cuando la voz de un señor nos interrumpió:
- ¿Hoy es 15 de Junio?, preguntó. Sostenía entre sus manos un diario de esos que se reparten gratuitamente en la calle y señalaba la fecha que rezaba en su portada.
- Sí, contesté y automáticamente me corregí mientras sacaba mi celular para mirar la hora. - Aunque ya son más de las doce, asique ya es 16.
- Ah claro, ya pasaron las doce seguramente, comentó el hombre pensativo. Entre las marcas de sus experiencias pasadas y algo de tierra se abrió espacio una sonrisa. Su look evidenciaba que su vivienda era la calle. Agradeció y se fue leyendo el diario. Caminaba despacio, sin apuro. No sólo su vestimenta lo diferenciaba, también un aire relajado lo distinguía de los demás.
Pocos minutos más tarde llegó el colectivo. Me subí, me mezclé con la multitud. Mientras viajaba calculé las horas que iba a poder dormir. Mis planes me obligaban a programar temprano el despertador ese sábado.
Continué con mi vida, una vida regida por el reloj y el calendario. Una vida que no me permite pensar en la existencia sin seguir las reglas del tiempo. La vida de una persona que solo en los sueños admite desconectarse del tic tac, que desde que abre los ojos por primera vez en el día sabe la hora, la fecha, el mes y el año en que se encuentra. Una vida tan presa del tiempo, de la velocidad, del ritmo, que no se permite mirar hacia un costado y ver cómo, dentro de la misma ciudad, del mismo barrio, en la misma calle, existen personas que no consideran a un par de agujas el eje de su vida.
Ese encuentro casual me abrió los ojos, me permitió ver algo que tuve a la vista siempre, algo que las anteojeras de la cultura en la que el ciclo de 24 horas es sagrado no me dejaba ver. Otras normas, otras reglas, otra cultura.

sábado, 10 de octubre de 2009

Ella

Ella se lastimaba para ser feliz, sufría para vivir.
Se aburría de la organizada predeciblidad, creaba
infiernos para salir de su mentirosa calma.
Se engañaba para convencerse de no sentir.
Y cuando se cansaba de su falsa paz, iba en busca
de amores infantiles para escaparle a su rutina; amores sin
futuro para pensar en algo diferente, en algo que le de
emoción a su perfecta y cronometrada vida.
Era allí donde cruzaba sus barreras racionales y soñaba más de lo
que vivía. Pensaba mundos de fantasía que nunca concretaba
por miedo a arriesgar, a perder... o a ganar.

sábado, 3 de octubre de 2009

Fugaz y definitivo

La noche estaba fría, yo me entretenía escuchando la radio mientras hacía tiempo sentada en el cordón. No podía controlar la dirección de mis pensamientos, esa esquina ya hacía unos meses que tenía un sentido completamente distinto para mí. No te esperaba, aunque me hubiese gustado. Sin embargo te buscaba en cada una de las personas que pasaban.
Faltaba media hora para el comienzo del compromiso que me había llevado hasta allí, justo ahí. Había llegado demasiado tiempo antes y me estaba poniendo molesta. Empezaba a imaginarme, como siempre, que la gente pensaba que me habían dejado plantada.
Hacía frío y no sabía ya que hacer para entrar en calor. El vaso de café vacío bailaba en mi mano congelada, el viento se filtraba entre el tejido de la bufanda y mi nariz, seguramente, había alcanzado un rojo tomate digno de un par de botas de última moda.
Estacionada ahí una vez más. No habían pasado muchos días desde la última ocasión en la que había estado esperando en esa misma cuadra, viendo ese mismo kiosco, ese mismo supermercado, ese mismo edificio. Ese edificio que no era uno más para mi, que me llenaba de ansiedad, de ganas, de deseos y, usualmente, de frustración. Como cada vez, yo esperaba cruzarte. Sin demasiadas expectativas, pero aún con esperanza, con esa ingenua esperanza que siempre perdura para reconfirmar el dicho popular.
No sé bien cómo fue que pasó, la magnitud de la sorpresa opaca al resto de mis recuerdos. Solo sé que te vi venir, nos saludamos y todo empezó a suceder. Estábamos solos los dos, actuando sin pensar, envueltos en un torbellino de locura.
Ya no estaba más en la vereda, ya no colgaba el vaso de café de mis dedos. La bufanda yacía en el suelo de tu cocina junto a nuestros abrigos, testigos mudos de un arrebato de inconsciencia.
Me empujaste contra el pasillo antes de llegar a tu habitación, te saqué la remera y enrosqué mis piernas alrededor de tu cadera. Te hundiste en mi pecho ya desnudo y me empezaste a besar. Mientras rozaba mis labios con la piel de tu cuello me llevaste hasta tu cama, nos arrancamos la ropa que nos quedaba y nos dejamos llevar.
La luz, a través de una ventana transpirada, confundía nuestros cuerpos sobre la alfombra de tu cuarto. Nuestras sombras se dibujaban denunciando nuestra cercanía.
Y después, no sé cuanto tiempo después, me acosté sobre tu pecho y dejé que tus dedos se enredaran entre mi pelo. Te besé tratando de que los besos redujeran mi temblor. Tu sonrisa fue todo lo que necesité para tranquilizarme. Ya nada iba a ser como antes.