lunes, 25 de enero de 2010

Abandonos (1° parte)

No fuiste ese día a la escuela. No le dijiste a tu papá que te sentías mal, quizás ese fue tu peor error. Supusiste que en un ratito se te iba a pasar e ibas a poder iniciar tu día normalmente, como tenía que ser. Pero no, no fue así. Te desmayaste apenas te levantaste de la cama, el no se enteró, tampoco supo que fue por eso que no fuiste al colegio esa mañana.
Al mediodía, cuando ya te sentías mejor, sonó el teléfono. Era la directora del Normal N°15 que con su voz antipática te informaba lo siguiente: “Tu papá ya sabe que te rateaste”.
No pudiste responder, no pudiste explicar, te quedaste callada y lo próximo que se escuchó fue un “tu, tu, tu”. La directora había cortado.
Entraste en pánico, no podías ni pensar en la reacción de tu papá. Se iba a enojar mucho, se iba a decepcionar. Te desparramaste en el sillón y cerraste los ojos, buscabas desaparecer del mundo. En ese momento llegaron los recuerdos.
Tenías nueve años aquella vez, tus amigos te habían insistido reiteradas veces para que lo hicieras con ellos, aunque finalmente se conformaron solo con que presenciaras el acto. Así fue que terminaste escabullida tras un saco en la sala de maestros en una hora de clase, lejos del pizarrón y de tu cuaderno, temblando de nervios mientras veías a tus compañeros vaciar ese tupper con una sustancia desagradable dentro de la cartera de la señorita. Te habían dicho que era vómito, pero vos no lo querías creer, aunque mirándolo detenidamente era bastante difícil dudarlo. Salieron del salón sigilosamente, pero eso no alcanzó para pasar desapercibidos.
Sentiste como se te estrangulaba el estómago al recordar ese momento, la furia de tu papá, el castigo por tanto tiempo, la decepción que se manifestó en cada una de las palabras que pronunció; tu dolor. Ya no confiaba en vos, ya no te quería como antes, algo se había destruido en su relación. Desde ese día habías procurado ser la hija perfecta, aunque no sabías muy bien que tenías que hacer para lograrlo.
Faltaban siete horas todavía para que llegara de trabajar. Lloraste mucho antes de tomar la decisión. Tenías miedo, demasiado miedo, pero nada sería peor que enfrentar la reacción de tu padre.
Guardaste todas tus cosas. Tu ropa, tus libros, un poco de comida. Rompiste esa vieja alcancía llena de regalos de cumpleaños y algunos ahorros. Contaste hasta las últimas monedas: 115 pesos con 35 centavos. Supusiste que te alcanzaría para algunos días. Tenías que buscar un lugar donde hospedarte. No conocías a tus abuelos ni a tus tíos y en tus amigas no podías confiar. No había más opción que buscar un hotel, o una pensión, no sabías para qué te iba a alcanzar la plata. De todos modos estabas segura de que pronto encontrarías algún trabajo, al fin y al cabo, eras una chica inteligente.
Cerraste tu bolso, cargaste tu mochila y pensaste en todo una vez más. Volviste a concluir que abandonar tu hogar sería más fácil que enfrentar el castigo y la mirada de decepción de tu papá.
Agarraste uno de esos papelitos verdes que él guardaba prolijamente al lado del teléfono, pensaste en aquella vez que te había enseñado a ordenarlos de la manera correcta; qué lejos parecía ahora ese momento. Escribiste las pocas palabras que pudiste: “Papá, perdóname. Me merezco el peor castigo, me voy de casa”. Dejaste caer unas lágrimas que corrieron parte de la tinta, no lo pudiste evitar.
Pusiste el papel sobre la mesa ratona del living, apoyado sobre un portarretratos con una imagen de los tres junto al mar. ¡Cómo extrañabas a tu mamá!, pero ese no era momento de nostalgias. Corriste a buscar la foto que guardabas en tu mesita de luz. La apretaste contra tu pecho por unos segundos, la guardaste en tu mochila y ahora sí, era momento de partir. Miraste esa puerta de Thames N°2367 y guardaste la postal en tu retina antes de salir caminando decidida hasta la parada del 37, uno de los colectivos que, sabías, te llevaría lejos.

1 comentario:

La amante dijo...

Pobrecita! que inocentes que son los niños y pensar que nosotros fuimos alguna vez así